EL
PRESIDENTE DÍAZ
Héroe de las Américas
Por James Creelman
VERSIÓN EN ESPAÑOL
Traducción de Mario Julio del Campo
En este artículo notable, el prócer del Continente habla
abiertamente al mundo a través del Pearson's Magazine.
Por un arreglo previo el señor James Creelman fue
recibido en el Castillo de Chapultepec y tuvo
oportunidades extraordinarias de conversar con el
presidente Díaz y obtener con gran precisión el
dramático e impresionante contraste entre su severo,
autocrático gobierno y su alentador tributo a la idea
democrática. A través del señor Creelman el presidente
anuncia su irrevocable decisión de retirarse del poder y
predice un pacífico futuro para México bajo
instituciones libres. Es esta la historia del hombre que
ha construido una nación. El editor.
Desde la altura del Castillo de Chapultepec el
presidente Díaz contempló la venerable capital de su
país, extendida sobre una vasta planicie circundada por
un anillo de montañas que se elevan magníficas. Y yo,
que había viajado casi cuatro mil millas desde Nueva
York para ver al guía y héroe del México moderno, al
líder inescrutable en cuyas venas corre mezclada la
sangre de los antiguos mixtecas y la de los
conquistadores españoles, admiré la figura esbelta y
erguida: el rostro imperioso, fuerte, marcial, pero
sensitivo. Semblanza que está más allá de lo que se
puede expresar con palabras.
Una frente alta, amplia, llega oblicuamente hasta el
cabello blanco y rizado; sobre los ojos café oscuro de
mirada sagaz que penetran en el alma, suavizados a veces
por inexpresable bondad y lanzando, otras veces, rápidas
miradas soslayadas, de reojo -ojos terribles,
amenazadores, ya amables, ya poderosos, ya voluntariosos-,
una nariz recta, ancha, fuerte y algo carnosa cuyas
curvadas aletas se elevan y dilatan con la menor emoción.
Grandes mandíbulas viriles que bajan de largas orejas
finas, delgadas, pegadas al cráneo; la formidable barba,
cuadrada y desafiante; la boca amplia y firme sombreada
por el blanco bigote; el cuello corto y musculoso; los
hombros anchos, el pecho profundo. Un porte tenso y
rígido que proporciona una gran distinción a la
personalidad, sugiriendo poder y dignidad. Así es
Porfirio Díaz a los 78 años de edad, como yo lo vi hace
unas cuantas semanas en el mismo lugar en donde, hace 40
años, se sostuvo con su ejército sitiador de la ciudad
de México mientras el joven emperador Maximiliano era
ejecutado en Querétaro -atrás de las azules montañas del
norte- esperando con el ceño fruncido el emocionante
final de la última intervención monárquica europea en
las repúblicas de América.
Es ese algo, intenso y magnético en los ojos oscuros,
abiertos, sin miedo, y el sentido de nervioso desafío en
las sensitivas aletas de la nariz, lo que parece
conectar al hombre con la inmensidad del paisaje como
una fuerza elemental.
No hay figura en todo el mundo, ni más romántica ni más
heroica, ni que más intensamente sea vigilada por amigos
y enemigos de la democracia, que este soldado, hombre de
estado, cuya aventurera juventud hace palidecer las
páginas de Dumas y cuya mano de hierro ha convertido las
masas guerreras, ignorantes, supersticiosas y
empobrecidas de México, oprimidas por siglos de crueldad
y avaricia española, en una fuerte, pacífica y
equilibrada nación que paga sus deudas y progresa.
Ha gobernado la República Mexicana por 27 años con tal
energía, que las elecciones se han convertido en meras
formalidades: con toda facilidad podría haberse coronado.
Aún hoy, en la cumbre de su carrera este hombre
asombroso prominente figura del hemisferio americano e
indescifrable misterio para los estudiosos de los
gobiernos humanos, anuncia que insistirá en retirarse de
la presidencia al final de su presente periodo, de
manera que podrá velar porque su sucesor quede
pacíficamente establecido y que con su ayuda el pueblo
de la República Mexicana pueda mostrar al mundo que ha
entrado ya a la más completa y última fase en el uso de
sus derechos y libertades, que la nación está superando
la ignorancia y la pasión revolucionaria y que es capaz
de cambiar y elegir presidente sin flaquear y sin
guerras.
Es verdaderamente increíble salir de la congestionada
Wall Street y sus ansias económicas y hallarse en el
transcurso de la misma semana en las rocas de
Chapultepec, rodeado de una belleza casi irreal en su
grandiosidad, al lado de aquel a quien se considera que
ha cambiado una república en una autocracia por la
absoluta conjunción de carácter y valor, y oírlo hablar
de la democracia como de la esperanza de salvación de la
humanidad. Esto, en el momento en que el alma
norteamericana teme y se estremece a la sola idea de
tener un mismo presidente por tres periodos electorales
consecutivos.
El presidente contempló la majestuosa escena, llena de
luz, a los pies del antiguo castillo, y se retiró
sonriendo. Rozó, al pasar, una cortina de flores
escarlata y la enredadera de geranios rosa vivo,
mientras se dirigía a lo largo de la terraza, al jardín
interior, en donde una fuente brota entre palmas y
flores, salpicando con agua de este manantial en el cual
Moctezuma solía beber, bajo los recios cipreses que de
antiguo yerguen sus ramas sobre la roca en que nos
detuvimos.
"Es un error suponer que el futuro de la democracia en
México ha sido puesto en peligro por la prolongada
permanencia en el poder de un solo presidente -dijo en
voz baja-. Puedo con toda sinceridad decir que el
servicio no ha corrompido mis ideales políticos y que
creo que la democracia es el único justo principio del
gobierno, aun cuado llevarla al terreno de la práctica
sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados".
Calló un momento la recia figura, y los oscuros ojos
contemplaron el gran valle en donde el Popo, cubierto de
nieve, levanta su cono volcánico de cerca de 18,000 pies
entre las nubes y junto a los blancos cráteres del Ixta;
una tierra de volcanes muertos, los humanos y los
geológicos.
"Puedo dejar la presidencia de México sin ningún
remordimiento, pero lo que no puedo hacer, es dejar de
servir a este país mientras viva" - añadió.
El sol daba con fuerza en la cara del presidente, pero
sus ojos no se cerraron, resistiendo a la dura prueba.
El paisaje verde, la ciudad humeante, el tumulto azul de
las montañas, el tenue aire perfumado, parecían
conmoverlo y sus mejillas se colorearon, mientras con
las manos cruzadas atrás, mantenía la cabeza erguida.
Las aletas de su nariz se ensanchaban.
"¿Sabe usted que en Estados Unidos tenemos graves
problemas por la elección del mismo presidente por más
de tres periodos?"
Sonrió, y después, con gravedad, sacudió la cabeza
asintiendo mientras se mordía los labios. Es difícil
describir el gesto de concentrado interés que
repentinamente adquirió su fuerte fisonomía inteligente.
"Sí. Sí lo sé -repuso-. Es un sentimiento natural en los
pueblos democráticos el que sus dirigentes deban ser
cambiados. Estoy de acuerdo con este sentimiento."
Difícil era pensar que estaba yo escuchando al soldado
que ha dirigido una república sin interrupción durante
cinco lustros, con una autoridad personal que es
desconocida para la mayoría de los reyes. Sin embargo,
habló de un modo sencillo y convincente, como lo haría
aquel cuyo lugar, alto y seguro, está más allá de la
necesidad de ser hipócrita:
"Existe la certeza absoluta de que cuando un hombre ha
ocupado por mucho tiempo un puesto destacado, empieza a
verlo como suyo, y está bien que los pueblos libres se
guarden de las tendencias perniciosas de la ambición
individual."
Sin embargo, las teorías abstractas de la democracia y
la efectiva aplicación práctica son a veces, por su
propia naturaleza, diferentes. Esto es, cuando se busca
más la substancia que la mera forma.
"No veo realmente una buena razón por la cual el
presidente Roosevelt no deba ser reelegido si la mayoría
del pueblo americano quiere que continúe en la
presidencia. Creo que él ha pensado más en su país que
en él mismo. Ha hecho, y sigue haciendo, una gran labor
por los Estados Unidos; una labor que redundará, ya sea
que se reelija o no, en que pase a la Historia como uno
de los grandes presidentes. Veo los monopolios como un
gran poder verdadero en los Estados Unidos, y el
presidente Roosevelt ha tenido el patriotismo y el valor
de desafiarlos. La humanidad entiende el significado de
su actitud y su proyección en el futuro. Se yergue
frente al mundo como un hombre cuyas victorias han sido
victorias en el orden moral.
"A mi juicio, la lucha por restringir la fuerza de los
monopolios y evitar que opriman al pueblo de los Estados
Unidos marca uno de los más significativos e importantes
periodos en vuestra historia. El señor Roosevelt ha
hecho frente a la crisis como todo un gran hombre.
"No hay duda de que es un hombre puro, un hombre fuerte,
un patriota que ama a su país y lo comprende. Ese temor
de los norteamericanos por un tercer periodo con él al
frente del gobierno, me parece a mí completamente
injustificado. No puede haber, en modo alguno, cuestión
de principio en este asunto, si la gran mayoría del
pueblo de los Estados Unidos aprueba su política y desea
que continúa su obra. Este es el punto real y vital: el
hecho de que una mayoría del pueblo lo necesita y
reclama que sea él precisamente quien continúe en el
poder.
"Aquí en México nos hemos hallado en diferentes
condiciones. Recibí este gobierno de manos de un
ejército victorioso, en un momento en que el país estaba
dividido y el pueblo impreparado para ejercer los
supremos principios del gobierno democrática. Arrojar de
repente a las masas la responsabilidad total del
gobierno, habría producido resultados que podían haber
desacreditado totalmente la causa del gobierno libre.
"Sin embargo, a pesar de que yo obtuve el poder
principalmente por el ejército, tuvo lugar una elección
tan pronto que fue posible y ya entonces mi autoridad
emanó del pueblo. He tratado de dejar la presidencia en
muchas y muy diversas ocasiones, pero pesa demasiado y
he tenido que permanecer en ella por la propia salud del
pueblo que ha confiado en mí. El hecho de que los
valores mexicanos bajaran bruscamente once puntos
durante los días que la enfermedad me obligó a recluirme
en Cuernavaca, indica la clase de evidencia que me
indujo a sobreponerme a mi inclinación personal de
retirarme a la vida privada.
"Hemos preservado la forma republicana y democrática de
gobierno. Hemos defendido y guardado intacta la teoría.
Sin embargo, hemos también adoptado una política
patriarcal en la actual administración de los asuntos de
la nación, guiando y restringiendo las tendencias
populares, con fe ciega en la idea de que una paz
forzosa permitiría la educación, que la industria y el
comercio se desarrollarían y fueran todos los elementos
de estabilización y unidad entre gente de natural
inteligente, afectuoso y dócil.
"He esperado pacientemente porque llegue el día en que
el pueblo de la República Mexicana esté preparado para
escoger y cambiar sus gobernantes en cada elección, sin
peligro de revoluciones armadas, sin lesionar el crédito
nacional y sin interferir con el progreso del país. Creo
que, finalmente, ese día ha llegado".
Nuevamente, la marcial figura se volvió hacia la
gloriosa escena extendida entre las montañas. Era fácil
observar que el presidente estaba profundamente
conmovido. El recio rostro se había vuelto sensitivo
como el de un niño y los oscuros ojos se habían
humedecido. ¡Y qué inolvidable visión teñida de
romanticismo y emotividad fue aquella!
Bajo aquellos árboles gigantescos que por siglos han
circundado la roca de Chapultepec -única elevación en el
valle- Moctezuma, el monarca azteca, gustaba de caminar
en sus horas de reposo, antes de que Cortés y Alvarado
viniesen con la Cruz de Cristo y la despiadada espada
española, para ser después seguidos por trescientos años
terribles durante los cuales el país se retorció y lloró
bajo la férula de 62 virreyes españoles y cinco
gobernadores, sucedidas a su vez por un ridículo
emperador nativo y una larga línea de dictadores y
presidentes; entre ellos, la invasión del emperador
Maximiliano, hasta que Díaz, héroe de 50 batallas,
decidió que México debería cejar en sus luchas, aprender
a trabajar y pagar sus deudas.
Aquí, en la ladera de Chapultepec, donde florecen en
diciembre rosas rojas y blancas, margaritas, extrañas
pinceladas de capullos escarlata, jazmines que se
extienden sobre las rocas esculpidas por los aztecas;
macizos de mirtos azules, violetas, amapolas, lirios,
laureles, palpitó el corazón con una emoción nacida del
color.
Allá atrás quedaba el derruido molino de paredes de
piedra rosa, en el que Winfield Scott se hizo fuerte con
su artillería en 1847, cuando veloces líneas de
bayonetas cruzaron el pantano, pasaron los cipreses y
laureles del bosque, y la bandera americana fue izada en
la cima de Chapultepec, entre los cadáveres de los
valientes jóvenes cadetes de México, cuyo blanco
monumento, una vez cada año, es adornado por veteranos
norteamericanos.
Mientras paseábamos por la terraza del castillo,
podíamos ver largas procesiones de indígenas que,
acompañados por sus esposas e hijos, vistiendo enormes
sombreros, envueltos en sarapes de vivos colores, y unos
descalzos, calzados otros con sandalias ("huaraches" )
se dirigían desde todos los puntos del valle y de las
montañas circunvecinas, hacia la basílica de Guadalupe.
Dos días más tarde pude ver 100,000 aborígenes de
América reunirse en torno a ésta, la más sagrada de las
basílicas americanas, en donde, bajo una corona de
esmeraldas, rubíes, diamantes y zafiros, cuya sola
confección costó 30,000.00 dólares, y frente a una
multitud de indígenas embozados en sus mantas, mientras
a su lado se arrodillaban sus mujeres y tiernos hijos
que sostenían ramos de flores, venerando a la imagen con
una devoción que hubiera movido a reverencia al
espectador más cínico, frente a esta multitud, digo, el
arzobispo de México, resplandeciente, celebró misa en el
altar mayor, al pie de la tilma del piadoso Juan Diego.
Es esta la tilma en cuya superficie la imagen de la
Virgen de Guadalupe se apareció milagrosamente en 1531.
Difícilmente veíamos la pequeña capilla en lo alto de la
colina, en donde estuvo primero expuesta la sagrada
tilma. Frente a la puerta de la pequeña iglesia, Santa
Anna, el dictador que derrocó al Imperio Mexicano de
Iturbide, cedió a las fuerzas conquistadoras de los
Estados Unidos, por 15 millones de dólares, California,
Nevada, Utah, parte de Colorado y una gran parte de
Nuevo México y Arizona, todo lo cual, junto con el
territorio de Texas, aportó cerca de 850,000 millas
cuadradas de extensión al poderío de las barras y las
estrellas. Y todo esto, tan sólo nueve días después de
que en California se habían descubierto yacimientos de
oro.
En el pequeño cementerio al lado de la capilla, está la
olvidada tumba del dictador Santa Alma, y entre el
abigarrado conjunto de los techos de la ciudad podíamos
distinguir el de la otra capilla en que, con pompa
reluciente, hizo sepultar su pierna amputada, misma que
más tarde, fue exhumada por una multitud indignada que
la amarró a una cuerda y la arrastró por las calles en
medio del regocijo del populacho.
"Es una creencia extendida la de que es imposible para
las instituciones verdaderamente democráticas, nacer y
subsistir en un país que no tiene clase media" - sugerí.
El Presidente Díaz se volvió a mí, me clavó una mirada
penetrante y movió la cabeza, para responder:
"Es verdad -dijo-, México tiene hoy una clase media,
pero no la tenía antes. La clase media es aquí, como en
todas partes, el elemento activo de la sociedad.
"Los ricos están demasiado preocupados por sus mismas
riquezas y dignidades para que puedan ser de alguna
utilidad inmediata en el progreso y en el bienestar
general. Sus hijos, en honor a la verdad, no tratan de
mejorar su educación o su carácter. Pero por otra parte,
los pobres son a su vez tan ignorantes que no tienen
poder alguno.
"Es por esto que en la clase media, emergida en gran
parte de la pobre, pero asimismo en alguna forma de la
rica; clase media que es activa, trabajadora, que a cada
paso se mejora y en la que una democracia debe confiar y
descansar para su progreso, a la que principalmente
atañe la política y el mejoramiento general.
"Antiguamente, no teníamos una verdadera clase media en
México, porque las conciencias y las energías del pueblo
estaban completamente absorbidas por la política y la
guerra. La tiranía española y el mal gobierno habían
desorganizado la sociedad. Las actividades productivas
de la nación habían sido abandonadas en las luchas
sucesivas. Existía una confusión general. No había
garantías para la vida o la propiedad y es lógico que
una clase media no podía aparecer en estas
circunstancias."
General Díaz -le interrumpí-. Usted ha tenido una
experiencia sin precedentes en la historia de las
repúblicas. Durante 30 años, los destinos de este país
han estado en sus manos, para moldearlos a su gusto;
pero los hombres mueren y las naciones continúan
viviendo. ¿Cree usted que México puede seguir su
existencia pacífica como república? ¿Está usted
absolutamente seguro de que el futuro del país está
asegurado bajo instituciones libres?"
Si el viaje desde Nueva York fue valioso por todos
conceptos, más lo fue por poder ver la expresión de la
cara del héroe en ese momento: Fuerza, patriotismo,
belicosidad y don profético aparecieron y brillaron de
pronto en sus ojos oscuros.
"El futuro de México está asegurado -dijo con voz clara
y firme-. Mucho me temo que los principios de la
democracia no han sido plantados profundamente en
nuestro pueblo. Pero la nación ha crecido y ama la
libertad. Nuestra mayor dificultad la ha constituido el
hecho de que el pueblo no se preocupa lo bastante acerca
de los asuntos públicos, como para formar una democracia.
El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus
propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos.
Pero no piensa mucho en los derechos de los demás.
Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus
deberes. La base de un gobierno democrático la
constituye el poder de controlarse y hacerlo le es dado
solamente a aquellos quienes conocen los derechos de sus
vecinos.
"Los indios, que son más de la mitad de nuestra
población, se ocupan poco de la política. Están
acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen
autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es esta una
tendencia que heredaron de los españoles, quienes les
enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos
públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los
guíe. Sin embargo, yo creo firmemente que los principios
de la democracia han crecido y seguirán creciendo en
México."
"Pero, señor Presidente, usted no tiene partido
oposicionista en la República. ¿Cómo podrán florecer las
instituciones libres cuando no hay oposición que pueda
vigilar la mayoría o el partido del gobierno?"
"Es verdad que no hay partido oposicionista. Tengo
tantos amigos en la República que mis enemigos no
parecen estar muy dispuestos a identificarse con una tan
insignificante minoría. Aprecio en lo que vale la bondad
de mis amigos y la confianza que en mí deposita mi
patria; pero esta absoluta confianza impone
responsabilidades y deberes que me fatigan cada día más.
"No importa lo que al respecto digan mis amigos y
partidarios, me retiraré cuando termine el presente
periodo y no volveré a gobernar otra vez. Para entonces
tendré ya ochenta años.
"El país ha confiado en mí, como ya dije, y ha sido
generoso conmigo. Mis amigos han alabado mis méritos y
pasado por alto mis defectos. Pero pudiera ser que no
trataran tan generosamente a mi sucesor y que éste
llegara a necesitar mi consejo y mi apoyo; es por esto
que deseo estar todavía vivo cuando él asuma el cargo y
poder así ayudarlo."
Cruzó los brazos sobre el ancho pecho y habló con gran
énfasis: "Doy la bienvenida a cualquier partido
oposicionista en la República Mexicana -dijo. Si aparece,
lo consideraré como una bendición, no como un mal. Y si
llegara a hacerse fuerte, no para explotar sino para
gobernar, lo sostendré y aconsejaré, y me olvidaré de mí
mismo en la victoriosa inauguración de un gobierno
completamente democrático en mi país.
"Es para mí bastante recompensa ver a México elevarse y
sobresalir entre las naciones pacíficas y útiles. No
tengo deseos de continuar en la presidencia, si ya esta
nación está lista para una vida de libertad definitiva.
A los 77 años, estoy satisfecho con mi buena salud y
esto es algo que no pueden crear ni la ley ni la fuerza.
Yo, personalmente, no me cambiaría por el rey americano
del petróleo y sus millones."
Su atezada piel, sus brillantes ojos y su paso elástico
y ligero iban bien con el tono de sus palabras. Para
quien ha sufrido las privaciones de la guerra y de la
cárcel, y hoy se levanta a las seis en punto de la
mañana para quedarse trabajando tarde por las noches
hasta el máximo de sus fuerzas, la condición física del
presidente Díaz -quien es además un gran cazador y sube
la escalinata del palacio de dos en dos escalones- es
casi increíble.
"El ferrocarril ha jugado un papel importante en la paz
de México -continuó-. Cuando yo llegué a presidente,
había únicamente dos líneas pequeñas: una que conectaba
la capital con Veracruz, la otra con Querétaro. Hoy día
tenemos más de 19,000 millas de ferrocarriles. El
servicio de correos que entonces teníamos era lento y
deficiente, transportado en coches de posta, y el que
cubría la ruta entre la capital y Puebla, era asaltado
por facinerosos dos o tres veces en el mismo viaje, de
tal manera que los últimos en atacarlo no encontraban ya
nada que robar.
"Tenemos ahora un sistema eficiente y económico, seguro
y rápido a través de todo el país y con más de
doscientas oficinas postales. Enviar un telegrama en
aquellos tiempos era cosa difícil. Hoy tenemos más de
45,000 millas de líneas telegráficas operando.
"Empezamos castigando el robo con pena de muerte y
apresurando la ejecución de los culpables en las horas
siguientes de haber sido aprehendidos y condenados.
Ordenamos que donde quiera que los cables telegráficos
fueran cortados y el jefe del distrito no lograra
capturar al criminal, él debería sufrir el castigo; y en
el caso de que el corte ocurriera en una plantación, el
propietario, por no haber tomarlo medidas preventivas,
debería ser colgado en el poste de telégrafo más cercano.
No olvide usted que éstas eran órdenes militares.
"Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero
todo esto era necesario para la vida y el progreso de la
nación. Si hubo crueldad, los resultados la han
justificado con creces."
Las aletas de su nariz se dilataron y temblaron. Su boca
era una línea recta.
"Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha
sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, la
que se salvó, buena.
"La paz era necesaria, aun cuando fuese una paz forzada,
para que la nación tuviera tiempo de pensar y actuar. La
educación y la industria han llevado adelante la tarea
emprendida por el ejército."
Se paseó lentamente a lo largo de la terraza, con la
mirada fija abarcando la escena, como si los viejos días
gravitaran sobre él una vez más: la matanza y victoria
de Puebla, la marcha sobre la ciudad de México, la
visita de la altiva princesa de Salm Salm a sus filas y
sus vanas súplicas por la vida del emperador Maximiliano,
quien se preparaba a morir en Querétaro; la entrevista
clandestina con el sacerdote secretario de Maximiliano,
la palidez de la señora doña Luciana Arrozola de Baz,
esposa del ministro de la Guerra, quien salió a ofrecer
la capitulación de la capital si Díaz abandonaba la
República, las tentativas de generales traidores, aquí
en la roca de Chapultepec, dispuestos a traicionar al
emperador para salvarse ellos mismos; todos heroínas,
héroes, sacerdotes, soldados, rechazados sin esperanza,
y las líneas de afilado acero, gloriosas ya de sangre
opresora extranjera, se reforzaban y estrechaban
alrededor de la ciudad. Después, la bandera blanca
ondeando allá sobre las torres grises de la catedral, el
fin del bastardo imperio y la entrada del polvoso
ejército republicano, con Díaz a la cabeza, entre
muchedumbres de peones tocados con sombreros enormes,
envueltos en sarapes, descalzos y llorando de gratitud.
"¿Y cuál es, en su opinión, la fuerza más grande para
mantener la paz, el ejército o la escuela?" - pregunté.
La cara del soldado enrojeció levemente y la espléndida
cabeza blanca se irguió aún más:
"¿Habla usted del presente?"
"Sí."
"La escuela. No cabe la menor duda acerca de ello.
Quiero ver la educación difundida por todo el país,
llevada por el gobierno nacional. Espero verlo antes de
morir. Es importante para los ciudadanos de una
república el recibir todos la misma instrucción, de modo
que sus ideales y sus métodos puedan armonizar y se
intensifique así la unidad nacional. Cuando los hombres
leen las mismas cosas y piensan lo mismo, están más
dispuestos a actuar de común acuerdo."
"¿Y cree usted que la vasta población indígena de México
es capaz de un gran desarrollo?"
"Sí, lo creo. Los indios son amables y agradecidos.
Todos, menos los yaquis y algunas tribus mayas. Tienen
tradiciones de una antigua civilización propia. Se les
encuentra a menudo entre los abogados, ingenieros,
doctores, oficiales del ejército y otros profesionales."
Sobre la ciudad flotaba el humo de las numerosas
fábricas.
"Es mejor que el humo de los cañones" - dije.
-"Sí -me contestó-, pero hay, sin embargo, tiempos en
los que el humo del cañón no es una cosa tan mala. Los
trabajadores pobres de mi país se han levantado para
sostenerme, y no olvidaré nunca lo que mis compañeros de
armas y sus hijos han sido para mí en mis numerosas
horas críticas."
Había lágrimas en los ojos del veterano.
"Eso -dije señalando una plaza de toros moderna cercana
al castillo- es la única institución española que
sobrevive todavía en este paisaje."
"Usted no ha visto nuestros empeños -exclamó. España nos
los trajo, al igual que las plazas de toros."
La terraza en la que estaba el prócer de América muestra
todavía las feas decoraciones de estilo pompeyano que el
sentenciado emperador Maximiliano y la bella emperatriz
Carlota hicieron pintar en los cielos rasos para
satisfacer sus gustos a la austriaca. El patriota que
aplastó al invasor imperial y en cuya sangre se halla
mezclada la corriente ancestral española con la de una
civilización nativa de América, cuyos monumentos son
hasta la fecha la maravilla del continente, no
preservará los recuerdos oropelescos del aventurero
coronado a quien combatió, cuyos intentos de soborno no
tocó o bien hizo mofa de ellos o los alteró.
A nuestros pies, buscando la ciudad desde los jardines
del castillo, corría la ancha y hermosa avenida que la
joven emperatriz Carlota regaló a México. Ella, la
princesa que perdió la razón suplicando al Papa que
interviniera ante Napoleón III para salvar a su esposo,
vive hoy día, con la cabeza gris, silenciosamente, en un
castillo de Bélgica.
Aquí, en el paseo, existe -erigido por el presidente
Díaz- un monumento a Cuauhtémoc, el último de los
Moctezumas. Hay también un monumento a Carlos IV, que es
la mayor fundición de una sola pieza de bronce que se ha
hecho en el mundo y cuyo autor se suicidó al percatarse
de que al caballo le faltaban estribos para el imperial
jinete.
Lejos, a la derecha, entre los árboles de Coyoacán, está
el jardín en el que Cortés estranguló a su esposa y el
sitio en donde le quemó los pies a Cuauhtémoc, en un
vano intento de hacer que el monarca le revelara el
escondite de los tesoros aztecas.
Aún más allá, en el valle, están la pintoresca casa y
jardín de Alvarado, el cruel capitán de Cortés, y la que
era, antes de la llegada de los españoles, residencia de
un jefe azteca. En ella vive hoy la señora Nutall,
encantadora mujer oriunda de California y que busca
descifrar el misterio de los indígenas americanos
estudiando las majestuosas ruinas de México.
A la derecha está el camino por el cual Cortés y sus
huestes se retiraron de la capital de Moctezuma cuando
los aztecas se rebelaron contra la cruel opresión; y el
árbol, verde todavía, bajo cuyas ramas lloró el
Conquistador en la Noche Triste, cuando se halló frente
a sus filas derrotadas.
Y a través de todo el valle se mueve un magnífico
sistema de tranvías eléctricos y aun la derruida casa de
Cortés se alumbra con electricidad. Un elevador,
eléctrico también, corre a través del túnel que, en caso
de peligro, podía servir a Moctezuma de vía de escape y
que existe en la colina de Chapultepec.
Es difícil pensar que esta bellísima llanura fue alguna
vez un lago y que en él los aztecas construyeron su
grandiosa ciudad lacustre, con calzadas que la unían a
la tierra firme. El presidente Díaz hizo perforar un
túnel a través de las montañas del Este y el Valle de
México escapa hoy sus aguas hasta el mar, mediante un
sistema de canales y alcantarillas que costó más de
12.000,000 de dólares.
"¿Existe una base verdadera para el Movimiento
Panamericano? Existe una idea netamente americana que
pueda unir los pueblos de este hemisferio y que los ate
y distinga del resto del mundo?"
El presidente oyó a pregunta y sonrió. Hacía sólo unas
cuantas semanas que el secretario de Estado
norteamericano había sido huésped de México, alojado y
tratado en el Castillo de Chapultepec a cuerpo de rey,
mientras la colina a los pies del Castillo, se había
convertido en un jardín de cuento de hadas, y toda la
nación, desde el presidente hasta el último trabajador,
se esforzó por demostrar que de todas las repúblicas
americanas que el ilustre huésped había visitado,
ninguna podía igualar a la tierra de Moctezuma en la
magnificencia de su bienvenida.
"Existe un sentimiento americano y va tomando incremento
-dijo el presidente-. Pero es inútil negar un instintivo
sentimiento de desconfianza, un miedo de absorción
territorial, que interfiere con la más estrecha unión de
las repúblicas americanas. Así como los guatemaltecos y
otros pueblos de América Central parecen temer una
absorción ejercida en ellos por México, así hay
mexicanos que sienten temor de la ejercida por los
Estados Unidos. Personalmente, yo no comparto este miedo.
Tengo plena confianza en las intenciones del Gobierno
norteamericano aun cuando -de repente, parpadeó
rápidamente- los sentimientos populares cambian, cambian
los gobiernos y no podemos predecir lo que traerá el
futuro.
"El trabajo realizado por el Departamento de Repúblicas
Americanas en Washington es favorable y tiene un gran
campo de acción. Merece un apoyo sincero y fuerte. Todo
lo que se necesita es que los pueblos de las naciones
americanas se conozcan mejor entre sí, y el Departamento
de Repúblicas está haciendo una gran labor en este
sentido."
Hablaba con marcada confianza en la utilidad
interamericana del Departamento, bajo la supervisión de
su Director, el señor Barrett.
"Es de suma importancia que los líderes del hemisferio
se visiten unos a otros en sus respectivos países. La
visita a México del secretario Root y las palabras que
aquí dijo han sido fructíferas. Los grupos ignorantes
del pueblo de México habían sido llevados a pensar que
sus enemigos vivían al otro lado de la frontera norte
del país. Pero una vez que han visto a un distinguido
estadista y funcionario del gabinete, como lo es Mr.
Root, hospedado en México, y una vez que han escuchado y
aprendido las palabras de amistad y respeto que él dijo,
no pueden ser engañados de nueva cuenta. Dejad a los
dirigentes de las Américas frecuentarse más, y la idea
panamericana crecerá cada vez con más fuerza, mientras
que las repúblicas aprenden que no tienen nada que temer
una de otra y sí mucho que esperar de sus relaciones."
"¿Y la Doctrina Monroe?"
"Limitada a un propósito particular, la
Doctrina Monroe
merece y recibirá el apoyo de todas las repúblicas
americanas. Pero como un vago clamor general de poderío
por parte de los Estados Unidos, pretensión que se
asocia fácilmente con la intervención armada en Cuba, es
causa de profundas sospechas. No hay ninguna razón de
peso por la cual la Doctrina Monroe no deba ser una
doctrina general de América más que una simple política
nacional de los Estados Unidos. Las naciones de América
debieran poder unirse entre ellas para la mutua defensa
y cada nación estar acorde en suministrar su parte de
recursos en caso de guerra. Aún más: debieran
establecerse penas para aquellos países que no
cumplieran con las obligaciones que el tratado impusiera.
Una Doctrina Monroe, así, haría a cada nación sentir que
su respeto propio y su soberanía y dignidad no quedaban
comprometidas y aseguraría a las repúblicas americanas
contra invasiones de tipo monárquico o conquistas."
"¿Cómo repercute en usted, a esta distancia, la actual
tendencia de un sentimiento nacionalista en los Estados
Unidos, señor presidente? Como guía del pueblo mexicano,
nos ha estudiado usted por más de 30 años."
¡Qué fuerte parecía, qué franco, sencillo y sano,
mientras bajo la luz del sol permanecía firme, ahí en
ese suelo en donde nació la civilización del Nuevo Mundo.
Él, cuyo brazo infantil era aún demasiado débil para
defender a México cuando fue despojado de la mitad de su
territorio por bayonetas americanas. Él, que desde ese
aciago día ha hollado cincuenta campos de batalla y ha
defendido a su país contra todo enemigo de dentro y de
fuera!
"El pueblo de los Estados Unidos se distingue por su
espíritu público -dijo-. Tiene un amor especial a la
patria. He conocido miles de norteamericanos cada año, y
he hallado, por regla general, que son trabajadores,
inteligentes y hombres de gran energía de carácter. Pero
su principal característica es ese amor patrio. En mi
opinión, en caso de guerra, este espíritu se convierte
en un espíritu militar.
"Al tomar las Filipinas y otras colonias, han puesto su
bandera muy lejos de sus costas. Eso significa que
tienen ustedes una gran marina. No abrigo la menor duda
de que si el presidente Roosevelt permanece en su puesto
por otros cuatro años, la marina norteamericana igualará
en fuerza a la marina británica."
"Pero, señor Presidente, Cuba será devuelta a su gente y
en los Estados Unidos está claramente entendido que el
pueblo de las Filipinas recibirá su independencia
política y territorial tan pronto como esté listo para
gobernarse solo."
Escuchando gravemente y sin expresión en el rostro, miró
allá lejos hacia los nevados volcanes detrás de los
cuales la escena sangrienta de la lucha en que él
aplastó el poder de Europa en los acontecimientos de
México e hizo del imperialismo una palabra despreciada
de sus coterráneos.
"Cuando Estados Unidos les dé la independencia a Cuba y
a las Filipinas -dijo en voz baja, ligeramente afectada
por la emoción-, tomará el lugar que le corresponde a la
cabeza de las naciones y toda la desconfianza y todo el
miedo desaparecerán para siempre de las repúblicas
americanas."
Es de todo punto imposible transmitir la gravedad y
vehemencia con que habló el presidente.
"Mientras ustedes conserven las Filipinas, se verán
obligados a mantener no sólo una gran marina, sino
también un ejército que crecerá cada vez más."
"Estamos tratando de hacer que los maestros de escuela
norteamericanos tomen el lugar de los soldados en las
Filipinas" - aventuré.
"Aprecio eso, pero yo me siento satisfecho con saber que,
al final, los filipinos saldrán ganando más que los
norteamericanos. Y que mientras más pronto dejen ustedes
sus posesiones en Asia, será mejor desde cualquier punto
de vista. No importa qué tan generosos puedan ustedes
ser, la gente que gobiernen se sentirá siempre un pueblo
conquistado."
Hubo una pausa. Una bandada de palomas revoloteó
alrededor del castillo. De la ciudad subía, lejano, el
tañer de las campanas de las iglesias.
"Los hombres son más o menos iguales en todo el mundo -continuó-.
Las naciones son como los hombres. Deben ser estudiadas
y sus movimientos comprendidos. Un gobierno justo es
simplemente el conjunto de las ambiciones colectivas de
un pueblo, expresadas prácticamente."
"Todo se reduce a un estudio de lo individual. Es lo
mismo en todos los países. El individuo que apoya a su
gobierno en paz o en guerra tiene algún motivo personal.
La ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el
fondo, más que una ambición personal. El principio de un
gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el
gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino
para regular, la ambición individual. Yo he tratado de
seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas,
quienes son por naturaleza amables y afectuosos y que
siguen con más frecuencia los dictados de su corazón que
los de su cabeza. He tratado de descubrir qué es lo que
el individuo quiere. Aun de su adoración a Dios un
hombre espera algo a cambio y ¿cómo un gobierno humano
espera obtener algo más grande de su organización?
"Tuve en mi juventud duras experiencias que me enseñaron
muchas cosas. Cuando tuve a mis órdenes dos compañías de
soldados, hubo un tiempo en el que por seis meses no
recibí de mi gobierno ni instrucciones, ni consejos, ni
ayuda económica. Tuve que ser yo mi propio gobierno.
Encontré entonces que los hombres eran iguales que hoy.
Creía en los principios democráticos como todavía ahora
creo, a pesar de que las circunstancias me han obligado
a tomar medidas severas para asegurar la paz y con ella
el desarrollo, que deben preceder a un gobierno
absolutamente libre. Meras teorías políticas, por sí
solas, no crean una nación libre.
"La experiencia me ha convencido de que un gobierno
progresista debe buscar premiar la ambición individual
tanto como sea posible, pero debe poseer un extinguidor,
para usarlo firme y sabiamente cuando la ambición
individual arde demasiado para que siga conviniendo al
bien común."
"¿Y el problema de los monopolios, señor presidente? ¿Cómo
es que un país como México, rico en recursos naturales
en espera de explotación, va a protegerse de la opresión
de este tipo de alianzas entre la unión industrial y la
riqueza, tal como han crecido en los Estados Unidos, su
más inmediato vecino?
"Favorecemos y protegemos el capital y la energía del
mundo entero en este país. Tenemos un campo para
inversionistas como quizás no se halle en ninguna otra
parte. Pero al mismo tiempo que somos justos y generosos
con todos, vigilamos que ninguna empresa llegue a
constituirse con detrimento de nuestro pueblo.
"Por ejemplo: pasamos una ley que previene que ningún
propietario de yacimientos petrolíferos tiene derecho a
venderlos a ninguna otra persona sin previo
consentimiento del gobierno. No quiero decir con esto
que objetemos la explotación de nuestros campos
petroleros por el rey americano, el petróleo, sino que
estamos resueltos a que nuestros pozos no sean
suprimidos para prevenir la competencia y mantener el
precio del petróleo americano.
"Hay siempre algunos puntos sobre los cuales los
gobiernos no hablan, porque cada caso debe ser tratado
de acuerdo con sus propios méritos, pero la República
Mexicana usará toda su fuerza en preservar para su
pueblo un justo reparto de sus riquezas. Hemos mantenido
el país en condiciones de libertad y de bonanza hasta
hoy, y creo que podemos seguirlo manteniendo así en el
futuro.
"Nuestra invitación a todos los inversionistas del mundo
no está basada en vagas promesas, sino en el modo como
los tratamos cuando vienen a nosotros."
Y así, dejé al guía del México moderno entre las flores
y los recuerdos de las alturas de Chapultepec.
El niño mestizo que más tarde iba a hacer de la
explotada y degradada nación mexicana un reto a los
estadistas y una confusión para los visionarios
políticos del mundo, nació hace 77 años en la ciudad de
Oaxaca, entre las montañas del suroeste de México.
El mismo valle vio nacer a Benito Juárez, el indio de
sangre zapoteca pura, abogado y patriota, "el hombre de
la levita negra", y quien fue el primer presidente
constitucional de la República.
Porfirio Díaz era descendiente de españoles que casaron
con mujeres de raza mixteca, gente ésta industriosa,
inteligente y honrada, cuya historia se pierde en los
mitos de la América aborigen.
Era hijo de un posadero. Hoy, una institución docente se
levanta a guisa de monumento en el lugar en que nació.
Tres años de edad contaba cuando su padre murió de
cólera y su madre, mixteca, se quedó sola para mantener
a una familia de seis hijos.
Cuando el muchacho, ya más grande, quería un par de
zapatos, observaba atento a un zapatero, pedía prestadas
las herramientas y se los confeccionaba él mismo. Así
hizo también cuando quiso tener una pistola: tomó un
viejo cañón de mosquete, enmohecido, y la llave de una
pistola, y se fabricó con ellos un arma que ofrecía
seguridad. Así aprendió también a hacer muebles para la
casa de su madre.
Hizo entonces cosas diversas de la misma manera que
forjó después a la nación mexicana: con la clara fuerza
de su iniciativa moral, confianza en sí mismo,
laboriosidad y diligencia práctica. No pidió nunca a
nadie nada que él pudiese conseguir por sí mismo.
Yendo de un extremo al otro de las 767, 005 (2) millas
del territorio de México, en el que más de 15.000,000 de
personas viven hoy día, se ven por todas partes las
pruebas de su genio constructor. Se pasa de los campos
de batalla a las escuelas, de las escuelas a los
ferrocarriles, fábricas, minas y bancos. Y lo
maravilloso está en cómo un solo hombre puede significar
tanto para una nación, y esa nación ser una república
americana, la más cercana vecina de los Estados Unidos y
la que le sigue en importancia.
Este hombre se halló con un México en bancarrota,
dividido, infestado de bandidos, presa de mil modos
distintos de soborno. Actualmente, la vida y la
propiedad están seguras entre las fronteras de la
República.
Después de gastar cantidades en millones de dólares para
mejorar los puertos, obras de drenaje y otros vastos
proyectos de ingeniería, pagando bonos de la deuda
pública -para no mencionar nada del hecho de haber
basado en oro las finanzas nacionales-, la nación tiene
un superávit de $72.000,000 en el erario y esto a pesar
de los enormes subsidios gubernamentales que han
producido 19,000 millas de líneas férreas.
Cuando llegó al poder, el comercio exterior anual de
México llegaba a $ 36.111,600 en total. Hoy día su
comercio con otras naciones alcanza la enorme suma de $
481.363,388 con un balance de venta a su favor de
$14.636,612.
Había solamente tres bancos en el país cuando el
presidente Díaz asumió el mando por primera vez; tenían
poco capital y prestaban a enormes intereses que
cambiaban constantemente.
Hay ahora 34 bancos constituidos por sí solos, cuyo
activo total asciende a cerca de $ 700.000,000 con un
fondo de capital combinado de $158.100,000.
Ha cambiado también un proyecto irregular e ineficaz de
educación pública, que tenía 4,850 escuelas y alrededor
de 163,000 alumnos, en un sistema espléndido de
educación obligatoria, que cuenta a la fecha con más de
12,000 escuelas a las que asisten quizá más de un millón
de alumnos; escuelas que no sólo educan a los niños de
la República, sino que penetran en las prisiones,
barracas militares, e instituciones de caridad.
Y de un extremo al otro del país, con $ 800.000,000 en
oro -de capital norteamericano únicamente- está el
testimonio incontrovertible de propios y extraños, de
que el gobierno administra honradamente y de que las
empresas negociantes son conducidas con justicia,
inteligentemente y sin la menor sugerencia de extorsión,
allí en donde antes todo era corrupción, opresión y
confusión.
Aquel niño oaxaqueño, delgado, de grandes ojos oscuros,
con sangre española y mixteca en las venas, que había de
hacer estas cosas admirables por su país, y cambió a
México de la debilidad y la vergüenza a un sitio de
honor y fuerza entre las naciones americanas, no podía
vislumbrar el importante papel que más tarde
desempeñaría en la historia. Cuando niño, le gustaba
vagar entre las ruinas de Mitla, inquiriendo y
preguntándose entre esos vastos restos, acerca de una
civilización indígena que se remonta más atrás de Colón,
más atrás de Cortés, más atrás de los peregrinos del
"Mayflower", antes aún que los aztecas, a un tiempo en
que los zapotecas y los mixtecas levantaron sus altares
y palacios, vivieron su vida teocrática y socialista, en
este mismo continente suyo, y no soñaron nunca en que
habían de venir los españoles a imponer una teología
dogmática y la fuerza de sus armas de fuego.
Fue aquí, entre los derruidos altares de sus antepasados
aborígenes, que él aprendió a amar a su patria con un
amor y una intensidad que ha hecho vivir el espíritu
nacional aletargado, descalzo, bajo la manta de la
ignorancia de México; que hizo a un hombre capaz de
erguirse y sobresalir entre los peones, nobles,
derrotados y hambrientos, para implantar una república
que sería solvente y respetada.
Es difícil creer que el presidente de cabeza blanca con
quien hablé en el Castillo de Chapultepec, en diciembre
-héroe y guía de su pueblo- es el Porfirio Díaz que
jugaba entre las ruinas de Mitla y que había sido
destinado por su pobre madre para la carrera
eclesiástica.
Nadie puede determinar la edad del pueblo que Díaz iba a
convertir en una gran nación.
Antes del nacimiento de Cristo, México tenía ciudades,
templos, leyes y palacios. Sus esculturas, su cerámica,
sus jardines y minas de oro, plata y cobre se pierden en
la sombra, más allá del conocimiento humano.
En Yucatán y en Oaxaca subsisten los vestigios de
maravillosos edificios levantados por los primeros
civilizadores de la América. No lejos de la ciudad de
México se encuentra la imponente pirámide de Cholula,
mayor que cualquiera de las de Egipto y en cuya cúspide
estuvo el templo de Quetzalcoatl, el dios (blanco, justo,
bello). Desde lo alto de esta pirámide, Cortés, el
conquistador, contó cuatrocientas torres de los templos
que existieron antes de que el cristianismo español se
extendiera y destruyera los anales del pueblo. Todavía
hoy, los científicos que excavan alrededor de la
pirámide afirman que ya era vieja y su origen
desconocido cuando los antiguos aztecas descubrieron la
llanura de Cholula.
Cuando Penda, el rey idólatra, luchaba en Inglaterra
para mantener la religión de "Woden" en contra de la
religión de Cristo, y cuando Teodoro I era obispo de
Roma, la raza tolteca reinaba en México. Los aztecas
aparecieron en el siglo XII, cuando Ricardo Corazón de
León intentó rescatar el Santo Sepulcro del poder de los
sarracenos. Se establecieron en el Valle de México y
construyeron su capital sobre pilotes, en medio de un
lago profundo, ciudad que es hoy la capital de México.
El Imperio de los Moctezuma empezó, según es fama,
alrededor del año 1460, y cuando Cortés, el sanguinario
y codicioso invasor español llegó ante los aztecas,
reinaba Moctezuma II. La muerte de este monarca amigable
y generoso, víctima de las flechas de sus propios
soldados cuando Cortés lo obligó a aparecer ante el
pueblo indignado con la esperanza de calmarlo así; la
tortura y muerte de Cuauhtémoc, su real sucesor y último
de los Moctezuma; la destrucción de los templos y anales
indígenas por la España cristiana, fueron incidentes en
el grandioso y estrujante espectáculo de toda una
civilización extinguida por la fuerza.
En toda la extensión de México se ven actualmente
millones y millones de descendientes de los antiguos
mexicanos, envueltos en sus llamativas mantas, tocados
con sombreros absurdamente altos y anchos, vistiendo
pantalones tan ajustados que uno se admira pensando en
cómo se los quitarán, calzados con sandalias o bien,
descalzos. Gente de piel bronceada, cabellos lacios,
grandes ojos oscuros y ademanes indolentes; gente
afectuosa, amable, atenta y agradecida.
Es suficiente para hacer brotar lágrimas de los ojos de
cualquier norteamericano el ver a estos peones
maltratados, a sus mujeres e hijos pobres, pacientes,
ansiosos todos de ser amados, respondiendo al instante a
toda mirada o palabra amable, adheridos a la religión
con sencilla buena fe, que añade un nuevo sentido de
santidad a las derruidas capillas cristianas de su país.
Se les ve, hombres y mujeres humildes, tomados, de la
mano, cariñosamente, aun en las carreteras; se ve al
pobre dando constantemente al pobre y el orgullo solemne
del más infeliz desheredado cuando habla de la
independencia de México. Y se piensa en los trescientos
años de indescriptible horror que sus antecesores
pasaron bajo la dominación española, robados, torturados
y degradados casi hasta el nivel de las bestias.
Existen en México 55 lenguas nativas y aún hoy grandes
masas del pueblo hablan solamente la lengua azteca.
Y para estos indígenas americanos Porfirio Díaz es algo
menos que un dios, pero algo más que un hombre. Si ha
derramado sangre, si ha gobernado con mano de hierro, si
por momentos parece que ha negado los principios
democráticos por los que peleó en el frente, si se ha
mantenido en funciones cuando deseaba retirarse, ha sido
principalmente por las clases oprimidas, para que, con
la ayuda de la educación y de la industria en una paz
firme y duradera, aun cuando las condiciones para lograr
todo esto, sean impuestas por la fuerza de las armas;
ellos, los humillados, los despojados herederos de la
primera civilización de América, puedan elevarse y
permanecer libres para siempre en una atmósfera de luz,
para que algún día, después de todo, cada voto gane y
cuente y el país sea gobernado por sus propios hijos.
Una y otra vez durante mis pláticas con el general
Porfirio Díaz, en diciembre, me expresó su confianza en
el resurgimiento de estas maravillosas razas al más alto
grado de la civilización. Parecía engrandecerse con una
nueva dignidad cuando hablaba de ellos. Su plan para
nacionalizar la educación ha nacido de su fe en ellos y
en su futuro.
Sin embargo, a pesar de las loables e inmejorables
cualidades de los indígenas, cuando se les ve por todas
partes descansando bajo la luz del sol, recargados en
sus pequeñas chozas de adobe, inertes, felices en su
somnolencia, perezosos, parece verdaderamente milagroso
que un solo hombre puede haber cambiado el más
corrompido, confuso y desvalido país del mundo en un
México moderno. Fue quizá esta transformación la que
confirmó al guía de la nación en sus democráticos
principios y la que lo hace esperar confiadamente en que
llegará el gobierno definitivo de la voluntad del
pueblo.
A la caída del imperio azteca, los monjes españoles
barrieron materialmente todo vestigio de la civilización
original, y el total aniquilamiento del gran templo
indígena en el sitio preciso en que hoy se levanta la
catedral de la ciudad de México, fue un mero incidente
del fiero vandalismo que hizo perder al mundo la clave
de una de sus más viejas e interesantes civilizaciones.
No es necesario narrar la historia aterradora de los
trescientos años bajo el poder de los virreyes de
México. Éstos esclavizaron a la gente y la despojaron de
la tierra. En el reinado de Felipe II -aquel cuyo
fanatismo religioso provocó la rebelión de los Países
Bajos, y el mismo que envió su armada contra Inglaterra-
la terrible Inquisición se estableció en México, y
todavía en fechas relativamente recientes -1815- los
herejes eran ejecutados en una plaza de la capital, por
la que hoy se puede pasear entre flores y árboles a los
acordes de una banda militar.
Antes de la llegada de los españoles, los aborígenes
ofrecían sacrificios humanos a los dioses, de víctimas a
las que arrancaban el corazón, pero la cristianización
que siguió a Cortés pareció a veces dejar profundas
huellas en el alma de los conquistados.
Monjes dominicos, franciscanos y carmelitas cruzaron el
país. Las órdenes monásticas se hicieron inmensamente
ricas. Sus monasterios, verdaderas fortalezas. Se
apoderaron de las mejores tierras. Millones y millones
de dólares se gastaron en la ornamentación de las
iglesias. Todavía hoy es posible ver la evidencia de la
casi increíble extravagancia que acompañó a la cruel
altivez de la regla monástica, mientras que la masa del
pueblo, derrotada y acobardada, se hundía cada vez más
en los abismos de la más profunda miseria e ignorancia.
Así y todo, fue el pueblo mismo el que dio los dos más
grandes hombres en la historia de México: Benito Juárez
y Porfirio Díaz, ambos de sangre india.
Fue un sacerdote -¡oh rueda admirable de la justicia!-,
un sacerdote de sangre española, el que dio el primer
gran paso para la independencia de México, en septiembre
de 1810. Miguel Hidalgo tenía 60 años cuando desde su
púlpito en la pequeña población de Dolores proclamó en
alta voz la revolución y con un estandarte que tenía
impresa en tela de algodón la imagen de la Virgen de
Guadalupe, seguido de un puñado de patriotas armados de
cuchillos y garrotes, levantó en armas una parte del
país, asaltó y tomó Guanajuato, San Miguel y Celaya, y
marchó sobre la capital.
Pero el venerable sacerdote de cabeza blanca fue
derrotado, capturado y fusilado después de un juicio
sumario, junto con tres de sus compañeros. Sus cabezas
fueron colgadas de clavos y exhibidas durante 11 años en
los muros de la fortaleza de Guanajuato. A la fecha,
descansan en la espléndida catedral de México.
Fue otro sacerdote, José María Morelos, el que siguió la
lucha comenzada por Hidalgo. Convertido en un buen
soldado, la historia de su lucha por la libertad es una
de las páginas más coloridas de la historia. En 1815 fue
hecho prisionero, condenado por la Inquisición como "hereje,
inconfeso, traidor a Dios, al Rey y al Papa" y fusilado.
Fue Agustín de Iturbide, antes coronel de las fuerzas
españolas, quien ganó la tremenda lucha intentada por
Hidalgo y Morelos.
Pero Iturbide se proclamó emperador, vivió en un gran
palacio convertido actualmente en hotel con gran
movimiento de compañías norteamericanas, y estableció un
monopolio eclesiástico.
Surgió entonces el general Santa Anna, aventurero
arrojado y valiente para vulgar, cuyas fuerzas fueron
finalmente diseminadas por descargas norteamericanas.
Este tirano, pintoresco y bribón, proclamó una república,
desterró a Iturbide, y cuando el emperador regresó a
México, lo hizo fusilar.
Santa Anna no fue más que un brillante jugador político
que gobernó al país valiéndose de presidentes títeres y
que jugaba, a su vez, a ser "presidente" o "dictador".
Ganó batallas, hizo carnicerías con sus prisioneros,
trató de frustrar la revolución texana, fue capturado
por los texanos y liberado, perdió una pierna
defendiendo a Veracruz contra los franceses y la hizo
sepultar con pompa real; fue dos veces desterrado y dos
veces vuelto a llamar; y una vez más desterrado por una
revolución, regresó a morir oscuramente. Fue un soldado
polifacético y sin escrúpulos y que dirigió la guerra,
desastrosa, contra los Estados Unidos.
El país iba quedando en bancarrota por las continuas
guerras e intrigas políticas; las carreteras estaban
cortadas y en poder de cuadrillas de bandoleros;
oficiales del ejército, chantajistas y pérfidos, fueron
el escándalo de su época, y mientras todo esto pasaba,
el joven Porfirio Díaz se encontraba estudiando en un
seminario católico romano de Oaxaca.
La noticia de que un ejército norteamericano había
invadido México puso su alma en efervescencia. Caminó
250 millas a campo traviesa hasta la capital para
ofrecerse como soldado. Pero ya era demasiado tarde:
México había entregado casi la mitad de su territorio a
los conquistadores. norteamericanos.
El niño volvió a lado de su madre con una expresión
distinta en el rostro. Su padrino, el obispo de Oaxaca,
le recordó la decisión tomada de llegar a ordenarse
sacerdote. Él se opuso a esta decisión: había resuelto
ser soldado.
Siguió una escena terrible en la que se mantuvo firme
sin hacer caso de los reproches de su madre y del obispo.
En esa hora la semilla del México moderno principió a
germinar inconscientemente en el corazon y la cabeza de
aquel muchacho mestizo de diecisiete años.
Habiendo renunciado a la carrera sacerdotal, estudió
leyes y pudo, con el tiempo, ayudarse a pagar sus
estudios, impartiendo clases de materias de la misma
carrera a un grupo de alumnos.
Fue a través de uno de sus profesores, don Marcos Pérez,
que tuvo oportunidad de conocer a Benito Juárez, el
ilustre abogado indígena entonces gobernador del Estado
de Oaxaca. Fue Juárez quien inició la obra de la reforma
mexicana, completada y unificada por Díaz. El joven le
llamó poderosamente la atención y lo hizo nombrar
bibliotecario del colegio. Estos dos nombres son los más
grandes en la historia de México: Juárez y Díaz.
Pero inesperadamente, don Marcos Pérez fue arrestado y
confinado en el torreón del convento de Santo Domingo,
acusado de conspirar en contra de la dictadura de Santa
Anna. Las cosas de este género terminaban generalmente
en una muerte ignominiosa. Era, por tanto, de vital
importancia que el prisionero tuviera medios de
comunicarse con el exterior: su vida dependía de ello.
El joven Díaz no abandonó a su benefactor. En compañía
de su hermano escaló los muros del convento durante la
noche, se descolgó con una cuerda hasta la ventana del
prisionero, habló con él, escapó a los centinelas del
dictador y repitió hasta dos veces más la emocionante
aventura. No hay nada comparable en ninguna novela o
cuento a la hazaña de estas tres noches, cuando el que
había de ser andando el tiempo presidente de México,
planeó en la oscuridad, colgado de una cuerda y casi al
alcance de los centinelas, la seguridad del patriota
mexicano que era su amigo.
Yo pensé en el pálido joven meciéndose en el aire al
filo de la media noche, cincuenta y tres años atrás,
cuando lo vi hace poco mirando hacia abajo desde el
Castillo de Chapultepec. Y no tengo nada más que decir
acerca de este hombre de edad avanzada sino que es, a la
vez que forjador de su nación, la más impresionante
figura de su tiempo.
La revuelta en contra de la tiranía de Santa Anna, en
1854, fue dirigida por el general Álvarez, indio puro
que había peleado en la Guerra de Independencia contra
España. Pero el dictador, audazmente, pidió el voto
popular para sostenerse en el poder.
Votar contra Santa Anna significaba muerte o prisión. En
Oaxaca, las tropas y cañones del dictador estaban
apostados en la plaza en que se recogían los votos. A
los profesores del Instituto de Leyes -Díaz era ahora
profesor- les fue ordenado que votaran, como un solo
hombre, por Santa Anna.
El joven profesor, que contaba a la sazón 24 años
únicamente, fue hacia el libro de forro escarlata en el
que los otros profesores, temblorosos, estaban
inscribiendo sus nombres a favor del dictador, y
solicitó se le excusara de votar.
Fue insultado y tachado de cobarde. Sin decir palabra,
fue hacia el libro de la oposición, en el que nadie se
había atrevido a inscribir su nombre, y puso
abiertamente su voto por el general Álvarez, jefe de la
revolución en contra de Santa Anna.
En medio del rumor que levantó su atrevimiento, Díaz
desapareció entre la multitud y cuando fue ordenado su
arresto, ya había montado a caballo y rifle en mano,
derribó a todos los que le opusieron obstáculos, salió
con rumbo al pueblo de la Mixteca, en donde se puso a la
cabeza de los grupos de peones descalzos pero armados
para derribar la dictadura y derrotó a las tropas que
habían sido enviadas a perseguirlo. Este era Porfirio
Díaz a la edad de 24 años.
Después de la caída de Santa Anna, el general Álvarez
fue presidente y nombró a Juárez ministro de justicia y
Asuntos Eclesiásticos. Juárez proyectó una ley para
sujetar a los soldados y al clero al juicio civil. Esto
provocó la oposición de la Iglesia, que predicó la
resistencia. El general Álvarez renunció a la
presidencia e Ignacio Comonfort formó un gobierno
provisional, anunciando que el clero debería acatar las
leyes.
Hubo una revuelta clerical en Puebla que fue rápidamente
sofocada, y los gastos que originó fueron cubiertos por
el Estado mediante la venta de propiedades del clero. La
guerra entre la República y la Iglesia había comenzado y
no terminó hasta que el suelo mexicano se empapó en
sangre.
La República prohibió a las corporaciones religiosas la
posesión de tierras, restringiéndola a lo absolutamente
necesario para las necesidades de la Iglesia, y dirigió
la venta de todas las propiedades de ésta.
Se adoptó entonces una Constitución que abolía todos los
privilegios militares y eclesiásticos, proveyendo a la
educación pública y garantizando la libertad de palabra
y de imprenta, el derecho de petición y asociación y la
portación de armas. Esto fue la causa de una gran guerra
civil.
Díaz se convirtió en capitán de la Guardia Nacional y en
julio de 1857 dirigió un ataque contra los
revolucionarios conservadores y clericales cerca del
pueblo de Ixcapa. La batalla se convirtió en lucha
cuerpo a cuerpo: el joven capitán de 27 años, cayó
herido por una bala que le desgarró un costado. Cayó,
pero al momento, con el rostro pálido y desangrándose,
se levantó y arrojó a la pelea, alentando a sus soldados
hasta que se ganó la batalla. Cerca de dos años más
tarde un cirujano norteamericano le extrajo a bala.
Todavía sufriendo a consecuencia de esta herida fue
llamado para ayudar a recapturar su ciudad natal,
Oaxaca, de las manos de un feroz jefe revolucionario
apellidado Cobos. Con un escuadrón de hombres, dirigió
un ataque desesperado por romper las líneas enemigas.
Más tarde cuando la herida se abrió nuevamente y él
estaba tan débil que no podía ni ceñirse la espada, la
batalla por la posesión de Oaxaca se ganó gracias a su
valor y bajo su dirección.
Comonfort, habiendo proclamado una nueva constitución,
se nombró dictador y acto seguido huyó a los Estados
Unidos.
Juárez subió a la presidencia, prometiendo mantener la
nueva constitución y tomando sobre sí la tarea de
destruir el poder político de la Iglesia y confiscar sus
vastas propiedades. Los clericales y los conservadores
nombraron presidente a Miramón en la ciudad de México,
el mismo general Miramón cortesano y pulido que fue
ejecutado más tarde al lado de Maximiliano.
La guerra se desató por todo México. Las huellas de la
terrible lucha aún pueden verse hoy día por todas partes.
Fue una guerra en la que los sacerdotes, con crucifijos
en la mano, aparecían a la cabeza de tropas a la carga;
una guerra en la que la Iglesia lanzaba anatemas desde
miles de altares; una guerra en la que los tesoros de
siglos eran bárbaramente arrancados de los muros,
retablos y sacristías, guerra en la que los peones
patriotas armados, entraban rudamente a los recintos
deslumbrantes de oro, plata y joyas, inapreciables
tallas antiguas, bordados, pinturas y esculturas de
Cristos y Madonas, santos estofados, ropas consteladas
de gemas; relicarios maravillosos con la suave pátina
del tiempo, y toneladas de plata de los altares, vasos
de oro, bordados hechos con hilos de metales preciosos y
toda clase de riquezas que fueron sacrificadas para
pagar la soldada de las tropas.
Díaz era ya gobernador de un Estado y comandante militar
de un distrito. Tenía el grado de coronel.
Los Estados Unidos reconocieron a Juárez como
presidente, pero estando bloqueado por sus enemigos en
Veracruz lanzó desde allí una proclama confiscando las
tierras de la Iglesia, seguida de otras varias que
secularizaban el matrimonio y garantizaban la libertad
de cultos.
Aun en contra del poder de la Iglesia y sus aliados
políticos, aun en contra de los anatemas eclesiásticos y
la enorme influencia acumulada por una tradición, sumada
a una soldadesca desesperada y respaldada por una
aristocracia inteligente, el presidente indio de la
levita negra y su ejército ganaron la lucha rápidamente.
Una vez que se hubo tomado la capital y Juárez
estableció su autoridad, Díaz regresó a Oaxaca y fue
electo al Congreso.
El general Márquez, cruel asesino de sus prisioneros,
sucedió a Miramón en su puesto y avanzó con sus tropas
dispuesto a tomar la capital. Se oían ya las
detonaciones de las armas de fuego, cuando Díaz se
levantó y pidió al Congreso que le fuera concedido
unirse a las fuerzas de la República.
El. joven coronel, en un ataque nocturno que él mismo
encabezó, derrotó a Márquez, capturó siete cañones y
siete u ochocientos prisioneros, todo lo cual le valió
ser ascendido a general.
Sería tarea inútil referir las batallas en que Díaz ha
tomado parte. Su hoja de servicios demuestra que ha
militado como soldado de México por espacio de 54 años.
En 1862, el presidente Juárez suspendió el pago de los
bonos del Gobierno Mexicano. No había dinero. La guerra
había dejado vacío el tesoro nacional.
Inglaterra, Francia y España requirieron que se pagara a
sus tenedores de bonos, y viendo que no obtenían más que
promesas, formaron una alianza y enviaron una flota a
México.
La República estaba exhausta y se permitió a los aliados
desembarcar y ocupar Veracruz.
Entonces el débil espíritu de Napoleón III se enardeció
y soñó en conquistas. Mandó a un agente, don Juan
Almonte, para proponer a México un Imperio Mexicano bajo
la soberanía de Francia, mientras que España e
Inglaterra retiraban indignadas sus tropas.
Al momento, el francés proclamó una dictadura militar
bajo Almonte y un ejército francés marchó al interior.
El hermano de Díaz fue el primer mexicano herido en este
avance.
Se libró una gran batalla en la ciudad de Puebla. Díaz
era el segundo al mando del general Zaragoza. Aunque los
mexicanos eran excedidos numéricamente de 3 a l,
infligieron una terrible derrota a los invasores, y Díaz
es la más arrojada y heroica figura en la historia de la
lucha de ese día. México celebra la victoria del 5 de
Mayo como uno de sus más grandes aniversarios
nacionales.
Casi un año más tarde, los franceses, con un ejército
mucho más numeroso sitiaron Puebla y después de semanas
de combatir, a veces de casa en casa y cuerpo a cuerpo,
con Díaz alentando a sus compañeros con sus brillantes
métodos y su valor a toda prueba, la ciudad se rindió
por hambre.
Díaz fue hecho prisionero, se rehusó a dar su palabra y,
cubriéndose el uniforme con la manta de un peón,
consiguió escapar gracias a su astucia, entrevistó al
presidente Juárez en la ciudad de México y aceptó el
mando del Ejército Oriental de la República, justamente
antes de que Juárez abandonara la capital a los
invasores.
Una vez ocupada la ciudad por los franceses, se ofreció
la corona imperial de México al archiduque Maximiliano,
hermano del actual emperador de Austria. El joven
príncipe y su bella y joven esposa, Carlota, fueron
escoltados por buques de guerra franceses y austriacos a
través del océano y fueron coronados emperador y
emperatriz en la catedral de México. Esto ocurría en
1863, cuando la guerra civil impidió a los Estados
Unidos esa violación directa a la Doctrina Monroe.
Maximiliano, que era joven, hermoso y con mucho de
soñador, formó una corte brillante bajo la influencia de
la juvenil pero intensamente ambiciosa emperatriz
Carlota. Pero reforzó y llevó adelante el proyecto de
las Leyes de Reforma promulgadas por Juárez, lo que le
costó perder mucho del apoyo del clero. También mandó
fusilar a varios generales mexicanos, incluyendo al
hermano de Díaz. Los republicanos nunca reconocieron el
imperio sino que continuaron sus relaciones con el
presidente Juárez, quien se retiró primero a San Luis
Potosí y más tarde a Monterrey.
Fuertemente acosado, Juárez cruzó la frontera de Estados
Unidos. El emperador publicó una proclama declarando que
todo aquel que se levantara en armas en contra del
gobierno debía ser considerado fuera de la ley y
fusilado al momento de capturarlo. Fue bajo este decreto
infame que Maximiliano ejecutó a los generales
mexicanos.
Napoleón había enviado al mariscal de campo Bazaine para
apoyar a Maximiliano con aproximadamente 40,000
bayonetas francesas. Bazaine reconoció en Díaz al más
inteligente y peligroso de sus enemigos y por consejo
suyo trató Maximiliano de ganar al patriota general para
su causa. Logró persuadir al general Uranga, bajo cuyas
órdenes había militado Díaz, de que le escribiera a éste
una carta seductora. Díaz contestó en términos
fraternales, pero se burló de la propuesta escribiendo:
"Cuando un mexicano se presentó ante mí con las
proposiciones de Luis (el mensajero de Uranga) ;yo
debería haberlo hecho procesar de acuerdo con la ley y
no haberte mandado más respuesta que la sentencia y
notificación de la muerte de tu enviado. Pero la gran
amistad que invocas, el respeto que te tengo y el
recuerdo de días más felices que me unían a ti y a ese
mutuo amigo, relajaron mi energía y la convirtieron en
debilidad, al extremo de devolvértelo sano y salvo, sin
una sola palabra de odiosa recriminación.
"La prueba a que me sometiste ha sido muy dura, porque
tu nombre y tu amistad constituyen la única influencia,
si es que hay alguna, capaz de forzarme a negar mi
pasado y a romper con mis propias manos la preciosa
bandera emblema de la libertad e independencia de
México. Como fui capaz de soportar la prueba, puedes
creer que ni las más crueles desilusiones ni las mayores
adversidades me harán jamás titubear ...
"Ni conmigo ni con el distinguido personal del ejército,
ni con las ciudades de esta extensa zona de la
república, se puede pensar en la posibilidad de llegar a
un entendimiento con el extranjero invasor, resueltos
como estamos a pelear sin tregua, a conquistar o a morir
en el empeño, para legar a la generación que nos
sucederá la misma república que nosotros heredamos de
nuestros padres."
Después de esa carta, escrita por Díaz a los 34 años,
cuando el jefe de su gobierno estaba fugitivo, cuando
Francia y Austria sostenían a Maximiliano y cuando el
emperador y su distinguido mariscal de campo estaban
prontos a honrar al soldado a quien le extendían manos
llenas de promesas, no es de admirar que durante los
largos años en el poder, con la república a sus órdenes
y toda oposición desvanecida, ni una sola vez ha estado
tentado de coronarse, y que hoy, en la cima de su
autoridad y de su gloria, se presente ante el siglo XIX
y ante todos los venideros, como un testigo a favor de
la democracia, un profeta de la virtud y capacidad
potencial de su pueblo.
Bazaine reunió un ejército y se dirigió contra Díaz en
Oaxaca. El marisca comandaba personalmente el ataque
contra el patriota a quien no pudo corromper. Por
espacio de varias semanas, sitiados y sitiadores
pelearon a diario y la ciudad estuvo constantemente bajo
el fuego de la artillería. Pero finalmente, después de
haber perdido más de las dos terceras partes de sus
soldados y cuando los víveres y el parque se acabaron,
Díaz fue a pie, durante la noche, al encuentro de
Bazaine, y Oaxaca capituló.
El mariscal expresó la alegría que le causaba el ver que
Díaz se percataba finalmente de su error: "Era criminal
levantarse en armas contra el soberano."
Díaz irguió la cabeza y contestó mirando a su vencedor
directamente a los ojos:
"Yo no me uniré, ni aun menos reconoceré al Imperio. Soy
tan hostil a él como lo he sido siempre al pie del
cañón. Pero prolongar la resistencia es imposible y el
sacrificio inútil, ya que no tengo hombres ni armas."
Después siguió una larga prisión. Díaz rehusó una vez a
dar su palabra de que no tomaría nuevamente las armas a
favor de la República. El emperador le envió mensajes de
advertencia. Los franceses amenazaban con dar muerte a
los prisioneros, para doblegarlo, pero Díaz dijo
francamente que si él lograba escapar, tomaría partido
contra el Imperio.
El prisionero pasó cuatro o cinco meses excavando un
pasaje subterráneo desde la celda del convento en que
estaba confinado, pero antes de que pudiera terminar su
trabajo fue trasladado a otro convento; su celda carecía
de luz y fue doblada la guardia.
Durante su larga prisión, uno de sus viejos generales,
que había ingresado al servicio de Maximiliano, vino a
su celda y le dijo que el emperador deseaba verlo y que
la carroza imperial esperaba para llevarlo a presencia
del soberano. Éste deseaba dar a Díaz el mando de una
gran parte de su ejército.
El prisionero escuchó fríamente la propuesta y luego,
irguiéndose en toda su estatura, dijo:
"No tengo objeción que poner a tal entrevista, pero no
iré en la carroza imperial. El comandante de vuestros
ejércitos tiene el derecho de llevarme ante él, pero
sólo en calidad de prisionero y si me ve, ha de ser a la
altura de los otros prisioneros."
Era una contestación justa la del héroe de las Américas
al aventurero coronado. Maximiliano no la olvidó nunca.
Es una prueba extraordinaria de la energía, resolución y
coraje de este hombre que, a pesar de que su prisión era
custodiada con una vigilancia poco común y de que un
centinela entraba cada hora a su celda -porque no ocultó
la intención de obtener su libertad-, se valió de un
subterfugio para distraer la atención de sus guardias y
se las arregló para escapar solo. He aquí en sus
palabras la historia de esa dramática noche.
"Muy entrada ya la noche del 20,(*) hice una pequeña
bola con tres cuerdas que me había procurado
subrepticiamente para ayudarme en mi huida, poniendo
otra en mi morral junto con una daga perfectamente
afilada y puntiaguda, única arma que poseía.
* Para este episodio Creelman se atiene a las Memorias.
"Después que hubo sonado en la campana de la prisión el
toque de queda, subí hasta un balcón abierto cerca de
los tejados y que daba a un patio interior del convento.
En este lugar, las idas y venidas de un prisionero no
llamarían la atención de los guardias porque era usado
de ordinario por todos nosotros para hacer ejercicio.
"La noche estaba muy oscura pero las estrellas brillaban
claramente en el cielo. Envuelto en una tela oscura,
tomé las cuerdas, me aseguré de que nadie estaba cerca y
las lancé al tejado contiguo. Entonces arrojé mi última
cuerda sobre una gotera de piedra que salía encima de
mí, y que parecía muy fuerte, y la aseguré con
dificultad. La luz era demasiado débil para que pudiera
ver bien la gárgola.
"Probé la fuerza de mi soporte y sintiéndome satisfecho
trepé por la cuerda hasta el tejado. La desaté allí y
cogí las otras tres que previamente había lanzado.
"Mi caminata sobre los techos hasta la esquina de San
Roque, lugar que había escogido para mi descenso, fue de
lo más peligroso. Frente a mí tenía el techo de una
iglesia que dominaba desde su altura todo el convento
prisión. Antes de que hubiera podido yo caminar mucho,
llegué a una parte del tejado en la que había numerosos
peraltes, porque cada una de las celdas del convento
estaba construida dentro de un arco semicircular y los
corredores iban entre estas filas de arcos. Siguiendo mi
camino, aprovechando cada pedazo de resguardo y
arrastrándome a veces con pies y manos, me moví
lentamente en dirección del centinela mientras buscaba
el lugar por donde había de efectuar mi descenso.
"Tenía que atravesar dos de los lados de un patio
cuadrado. A menudo me detenía a explorar cuidadosamente
el terreno en que me movía, porque había muchísimos
pedazos de vidrios y tejas desparramados por la azotea y
que se rompían haciendo ruido bajo mis pies. Más aún:
había en el cielo frecuentes destellos luminosos que
podían hacer que en cualquier momento fuera descubierto.
"Al fin llegué al abrigo de un muro en donde el
centinela apostado en el parapeto de la iglesia no podía
verme, a menos que se inclinara completamente. Caminé
con firmeza y descansé, deteniéndome a escuchar si había
surgido alguna alarma. Aquí estaba yo en gran peligro,
porque la construcción estaba en declive y muy resbalosa
a causa de las fuertes lluvias. Un momento mi pie
resbaló torpemente hacia las hojas de una ventana que
hubieran ofrecido muy poca resistencia. De hecho, casi
caí hasta abajo.
"Para llegar a la calle de San Roque, en la que esperaba
descender, tenía que pasar por una parte del convento
que se usaba como habitación del capellán. Hacía poco
tiempo que este individuo había denunciado a unos
prisioneros políticos que en un esfuerzo poco fructuoso
de escapar habían cavado un pasaje hasta esta
habitación. De resultas de esta denuncia fueron sacados
de sus celdas al día siguiente y fusilados. Por
consiguiente, yo necesitaba ser muy cauteloso para no
despertarlo.
"Casi sin aliento alcancé a llegar al techo de la casa
del capellán, justo cuando un joven que seguramente
vivía allí entraba por la puerta. Probablemente venía
del teatro, porque canturreaba alegremente. Esperé hasta
que hubo entrado a su cuarto. Poco después salió con una
vela encendida y caminó directamente hacia donde yo
estaba escondido, pero afortunadamente no me vio.
Después de un intervalo, volvió a la casa; probablemente
todo esto fue sólo cuestión de unos minutos, pero en
esas circunstancias a mí los minutos me parecían horas.
Cuando calculé que había pasado ya bastante tiempo y que
el joven debería haberse metido en cama y quizá quedado
dormido, caminé hasta la esquina de San Roque a la que
por fin llegué.
"Exactamente en esta esquina hay en el techo una estatua
de San Vicente Ferrer que había pensado usar para
asegurar en ella mi cuerda. Pero desgraciadamente, el
santo se tambaleó cuando lo toqué. Pensé, sin embargo,
que probablemente tuviera un soporte de hierro en algún
sitio para sostenerlo, pero para mayor seguridad até la
cuerda solamente alrededor de la base del pedestal, que
formaba el ángulo del edificio y me pareció que había
quedado lo bastante fuerte para sostener cualquier peso.
"Temía que pudiera ser visto por algún transeúnte si
descendía directamente a la calle en esa esquina. Así,
decidí bajar por el lado de la casa más lejano de la
calle principal, lo que me daría la ventaja de algo de
sombra. Pero ¡ay!, cuando había llegado al segundo piso,
mis pies perdieron el apoyo en la pared, y deslizándome
del lado del jardín caí en una zahurda.
"La daga se desprendió de mi cinturón y cayó entre los
puercos. A mi vez, yo resbalé y caí también entre ellos
los cuales alarmados por la intrusión armaron tal
chillería que si alguien hubiera ido a ver qué pasaba me
hubiera descubierto. Tan pronto me hallé ya sobre mis
pies, me escondí, pero tuvo que esperar hasta que los
puercos se tranquilizaron de nuevo para aventurarme a
salir al jardín. Entonces, para alcanzar la calle, trepé
una barda baja y tuve que hacer una rápida retirada,
porque un gendarme pasaba haciendo su ronda y examinaba
en ese momento las cerraduras de la puerta que estaba
exactamente debajo de mi. Cuando se fue me dejé caer a
la calle y aspiré nuevamente el aire de la libertad.
"Sudando y casi exhausto de fatiga, corrí a la casa
donde esperaba hallar a mi criado, un guía y mi caballo
(Díaz había logrado previamente comunicarse con sus dos
aliados) y llegué al lugar sin ningún otro contratiempo.
"Estando ya a cubierto en la casa, los tres cargamos
nuestras pistolas, montamos en los caballos y, después
de evitar una patrulla, también de a caballo, salimos de
la ciudad. Estaba casi seguro de que seríamos detenidos
en la garita por la guardia y estaba resuelto a pelear
para salir, pero afortunadamente la puerta estaba
abierta, había una luz en la caseta y un caballo
esperando fuera.
"Pasamos trotando y una vez fuera de la ciudad, para
ganar tiempo emprendimos un galope veloz."
Apenas había Díaz empezado a organizarse y a librar una
serie de combates desesperados, cuando un mensajero de
Maximiliano vino a decirle que el emperador estaba
dispuesto a ponerse en manos de los liberales y para, al
mismo tiempo, intimar a Díaz a que si trocaba su
lealtad, podría ser nombrado comandante en jefe de los
ejércitos del Imperio.
La respuesta de Díaz fue la de siempre: su único
objetivo era hacer al emperador prisionero y sujetarlo a
la ley de la República. Una y otra vez arrasó a las
fuerzas imperiales enfrente a él.
Pero el fin de la Guerra Civil dejó entonces a los
Estados Unidos libres para defender la Doctrina Monroe:
Napoleón III fue advertido por el gobierno
norteamericano de que su intervención armada en los
asuntos del continente no sería por más tiempo tolerada
y él retiró sus tropas, dejando a Maximiliano solo en
México.
El mundo entero sabe lo que ocurrió después: el viaje de
la emperatriz Carlota a Europa para pedir ayuda para su
esposo, cómo Napoleón le volvió la espalda, cómo fue
ella al Vaticano y perdió la razón mientras suplicaba al
Papa y cómo fue recluida en un castillo de Bélgica, en
donde vive todavía ignorante de la muerte de
Maximiliano.
Díaz tomó Puebla después de terrible matanza y mientras
ponía sitio a la ciudad de México, Maximiliano fue
capturado en Querétaro, condenado en consejo de guerra
por su bárbaro decreto ordenando que los soldados
mexicanos fueran exterminados como bandidos, y fue, con
sus dos generales Miramón y Mejía, fusilado.
La capital se rindió y Juárez, el presidente indio,
volvió para encontrar la bandera de la República
ondeando sobre un mar de bayonetas de los soldados de
Díaz. Éste pronto se retiró de la escena para
convertirse en granjero.
Más tarde, volvió como soldado a tomar las armas contra
Juárez, porque éste había fallado en llevar a cabo sus
promesas de reforma. Juárez murió y fue sustituido por
Lerdo, quien intentó sofocar la revolución de Díaz
mediante la formación de un gran ejército. Díaz se
retiró a los Estados Unidos, navegó disfrazado hacia el
sur de México desde Nueva Orleáns y, habiendo sido
reconocido en Tampico, saltó al mar, fue perseguido y
capturado en el agua, y logró de nueva cuenta escapar.
A continuación, la historia de lo ocurrido tal como fue
escrita por uno de los viejos oficiales de Díaz:
"Surto en Tampico, el vapor 'City of Havana' llevaba a
bordo tropas del gobierno que iban a Veracruz y entre
las que se encontraban varios oficiales que reconocerían
a Díaz al momento, ya que eran los mismos hombres a
quienes el general había derrotado y hecho prisioneros
durante la campaña de Matamoros. Era inútil que el
pasajero misterioso tratara de evitar las miradas
inquisitivas de sus compañeros de viaje y que se
abstuviera de aparecer a la mesa.
"Desde el primer momento comprendió que había sido
descubierto y que era vigilado estrechamente, y como un
inesperado mal tiempo estaba retardando la partida del
buque a alta mar, sospechó que podrían capturarlo y
fusilarlo. Antes que correr este peligro, decidió
escaparse y confiar su vida a los tiburones y otros
peligros del mar. Para hacer la situación aún más
difícil, el vapor había anclado a gran distancia de la
entrada del puerto. De cualquier manera, la resolución
estaba tomada: se despojó de sus ropas y sin más arma
que una daga para defenderse de los tiburones, saltó al
mar por un costado del navío. No se proveyó ni siquiera
de un salvavidas, para no llamar la atención y evitar
que alguien le disparara una vez en el agua.
"Como efectivamente sucedió, pues fue visto
inmediatamente porque era vigilado muy de cerca y el
grito de '¡hombre al agua!' le avisó que había sido
descubierto y que sería perseguido. Muy pronto oyó el
ruido de uno de los botes del barco al ser bajado.
"Comenzó entonces una cacería humana terrible, una
carrera observada por cientos de espectadores, en la que
los destinos de la nación temblaban en la balanza. La
impresionante persecución fue vista por los pasajeros
del 'Havana' y los tripulantes de otros dos barcos, uno
norteamericano y otro de Campeche, anclados ambos cerca
del lugar.
"Le ofrecieron ayuda del de Campeche mientras nadaba
cerca, pero no podía aceptarla. Con toda la fuerza de
sus poderosos pulmones y con toda la habilidad y
entrenamiento de un nadador experto, avanzaba en el agua
rápidamente, pero en un esfuerzo por hacer que sus
perseguidores lo perdieran de vista, en lugar de
dirigirse a tierra, cambió de dirección y
equivocadamente se dirigió a mar abierto.
"A la larga, aunque el general Díaz nadaba rápidamente,
sus fuerzas empezaron a abandonarlo, y después de nadar
describiendo círculos en un vano empeño de encontrar la
verdadera dirección, se vio forzado a abandonar su
intento y fue subido al bote. Ahí quedó, en el fondo,
exhausto por el esfuerzo sobrehumano y la gran cantidad
de agua salada que tragó por causa del mal tiempo, pero
no inconsciente como algunos han dicho. Cuando llegaron
al lado del barco, el agente postal Gutiérrez Zamora le
arrojó una camisa para que se cubriera porque estaba
desnudo.
"Apenas conducido a bordo, el teniente coronel Arroyo,
comandante de las fuerzas de Lerdo, trató de hacerse
cargo del prisionero y hacerlo juzgar por una corte
marcial obteniendo así su ascenso al grado de general
como recompensa de su celo y diligencia. Pero el
intrépido nadador protestó contra este proceder, y
sacando su pistola de debajo del colchón de su camarote,
donde estaba escondida, recordó al capitán del barco su
ofrecimiento de protección bajo la bandera americana, a
cuya sombra navegaban el 'Havana' y su tripulación.
"El teniente coronel Arroyo quería ejecutar al general
Díaz sin más ceremonia, porque así aseguraba su ascenso
de grado, mientras que si solamente lo tomaba
prisionero, el Gobierno no consideraría esto como un
servicio especial y no sería ascendido, como había
ocurrido en el caso de Terán que había sido hecho
prisionero pero no ejecutado en el mismo lugar.
"El capitán del barco escuchó la petición de Díaz y
ofreció su ayuda de buen grado, y más aún cuando entre
él y el prisionero se intercambiaron algunas señas
masónicas y porque el marino norteamericano había
quedado gratamente impresionado por el atrevimiento y el
valor de un hombre que había arriesgado su vida de una
manera tan audaz.
"Se resolvió que sería dejado bajo guardia, pero
considerándose que estaba en suelo norteamericano y el
capitán aclaró debidamente que él no lo entregaría hasta
que llegaran a Veracruz. Trató, sin embargo, de
desarmarlo a pesar de que el general Díaz declaró que él
sólo usaría su pistola en defensa propia, pero que
tendrían que matarlo antes de permitir que alguno le
quitara su única arma.
"El capitán ordenó que una guardia compuesta de un
oficial y cinco soldados que había sido puesta a la
puerta del camarote del general Díaz fuese retirada;
pero Arroyo, que tenía fija la idea del ascenso, con el
pretexto de vigilar el depósito de municiones quiso
poner una guardia para de este modo continuar ejerciendo
estrecha vigilancia sobre el hombre a quien él
consideraba como su prisionero.
"La noche siguiente fue intensamente oscura y el hecho
de que una fuerte tormenta se desencadenara puso todas
las circunstancias favorables para Díaz, que decidió
emprender otra tentativa de escape a pesar de que el
capitán le había ofrecido transbordarlo a un buque de
guerra norteamericano anclado cerca de Tampico,
oportunidad que no aprovechó porque hubiera retrasado
sus planes.
"Astutamente consiguió escurrirse dentro del camarote
del sobrecargo, apellidado Coney, y le informó de sus
planes. El oficial, que era un buen amigo, trató de
disuadirlo de su determinación y eventualmente sugirió
otra manera de salir de la dificultad. El general Díaz
siguió su consejo: una boya salvavidas fue arrojada al
mar, de modo que los soldados del gobierno pensaran que
era él quien había saltado por la borda, mientras el
prisionero se escondía en el camarote de Coney, no
debajo de un sofá como es la creencia general, sino en
un pequeño armario.
"Esta artimaña tuvo un éxito completo cuando poco
después fue notada la desaparición del prisionero, sus
captores corrieron inmediatamente a la borda y
comenzaron a escudriñar el mar con la esperanza de
hallarlo. Lo que vieron fue la boya salvavidas y como
estaba cubierta de grandes manchas brillantes de óxido
rojo que parecía sangre, supusieron que el fugitivo, en
su intento de alcanzar la costa, había sido pasto de los
tiburones.
"Sin embargo, y como precaución adicional, el general
Alonso Flores había apostado tropas a lo largo de la
playa, para capturar al prisionero en caso de que
intentase llegar a la orilla.
"Mientras tanto, el general Díaz sufría tormentos
indescriptibles, apretado como se encontraba en el
estrecho espacio del pequeño armario o alacena del
camarote. No podía tenerse de pie, enderezarse ni
tampoco podía sentarse, y tenía, además, que tener las
piernas abiertas ampliamente, para que las pequeñas
puertas del armario se pudieran cerrar. Para aumentar lo
tirante de su situación, el sobrecargo Coney, como
medida de prudencia con miras a desviar toda sospecha,
invitó a su camarote a los oficiales lerdistas, en donde
a menudo venían a pasar las horas charlando y jugando a
las cartas. Uno de ellos, que se sentaba frente al
armario, columpiaba su silla hacia atrás a cada momento,
presionando así las hojas de la puerta contra el
desdichado que estaba escondido dentro y que sufrió
verdaderas agonías mientras todo esto duró.
"Pasaron así los siete interminables días, con una dieta
a base de bizcochos y agua, hasta que el buque llegó a
Veracruz, en donde los peligros y dificultades para
escapar se multiplicaron. El primer obstáculo que tenía
que vencer era escapar del barco sin caer en manos de
los soldados lerdistas, que se mantenían a la
expectativa.
"El coronel Juan Enríquez era entonces jefe del servicio
de guardacostas de Veracruz y se las arregló para
enviarle un viejo traje raído de marino y un par de
botas gastadas, mandándole recado al mismo tiempo de que
un bote de remos, conducido por un hombre a quien Díaz
reconocería por ciertas señales, vendría a buscarlo.
"Cuando el barco comenzó a descargar, unos fardos de
algodón y las barcazas se aproximaron, apareció entre
ellas un bote y el hombre que todos supusieron devorado
por los tiburones en Tampico pudo finalmente escapar."
Ya una vez en el Sur, su poder se acrecentó y con su
ejército obtuvo victoria tras victoria. En noviembre de
1876, entró con 12,000 soldados triunfante en la capital
y unas semanas más tarde fue electo presidente.
Con la sola excepción de cuatro años (1880-84) cuando el
general González fue electo de acuerdo con la
Constitución, posteriormente reformada, que entonces
prohibía la reelección de un presidente, Díaz ha ocupado
su alto cargo sin interrupciones y en él permanecerá al
frente de la nación hasta que muera u opte por
retirarse.
El soldado se convirtió en estadista. Mantuvo en paz a
las turbulentas masas. Hizo de la revolución un
imposible. Organizó un sistema de policía que acabó
definitivamente con los bandidos, construyó escuelas,
castigó la corrupción e hizo saber a todos que una
concesión garantizada por México no sería nunca
repudiada. Hizo organizar las finanzas nacionales y los
impuestos fueron cobrados e invertidos honrada e
inteligentemente. Empezó las reducciones reduciendo su
propio salario de $ 30,000 a $ 5,000. Hizo de México una
nación. Una nación cuyas leyes y promesas significan
algo.
Se había propuesto que entre México y Estados Unidos no
debería existir ningún ferrocarril. La República debía
estar a salvo de una futura invasión gracias a sus
desiertos. Contra la más acre oposición y afrontando las
más acerbas acusaciones que ponían en duda su lealtad a
la República, Díaz dio la bienvenida a las grandes
líneas de ferrocarril construidas con capital
norteamericano y les aseguró generosos subsidios.
Esta fue la política que Díaz estableció contra el grito
de cobardía de "Entre el fuerte y el débil, el
desierto".
Los intereses Harriman están construyendo a la fecha dos
inmensas líneas de ferrocarril a través del poniente de
México, gastando un millón de dólares a la semana,
líneas que se unirán, a través de otras ya existentes, a
la troncal panamericana, que ha sido construida casi
hasta la frontera con Guatemala.
Entre las empresas más notables que reciben gran impulso
está la línea Kansas City, México y Oriente, que Arturo
E. Still está construyendo. La vía tiene 1,600 millas de
longitud y el costo total será de $ 30.000,000.00. Ha
sido tendida ya la mitad. La línea Kansas, México y
Oriente, cruzará las nuevas líneas Harriman en su ruta
de salida al Pacífico.
Se operan 19,000 millas de ferrocarriles en México, casi
todas con conductores, gerentes e ingenieros
norteamericanos. Y lo único que hay que hacer es viajar
por el sistema Central o disfrutar de los trenes de lujo
del Ferrocarril Nacional, para darse cuenta del alto
nivel de transportes del país.
Tan decidido está el presidente Díaz a no dejar caer su
país en manos de los monopolios, que el gobierno está
tomando posesión y uniendo en una sola corporación
nacional, poseedora de la mayoría de las acciones, el
Central Mexicano y los Ferrocarriles Nacional e
Interoceánico, para que, con este poderoso sistema de
transporte fuera del alcance del control privado, la
industria, la agricultura, el comercio y el tráfico de
pasajeros queden libres de toda presión.
Esta unión de 10,000 millas de líneas férreas en una
sola compañía con $113.000,000.00 de capital, cuyas
acciones están en su mayoría en poder del gobierno, es
la respuesta del presidente Díaz y su brillante
secretario de Economía a la predicción de que algún día
México se vería inutilizado por las garras de un
monopolio ferrocarrilero.
Los dirigentes norteamericanos del ferrocarril que
representan a las líneas que serán fundidas y
controladas por el gobierno, me hablaron con gran
entusiasmo del plan como de un paso en firme hacia
adelante, deseable tanto para los expedidores de carga
como para los pasajeros y los inversionistas privados en
negocios ferrocarrileros.
Dos tercios de los ferrocarriles de México son propiedad
de norteamericanos que han invertido provechosamente en
ellos cerca de $ 300.000,000.00.
Así las cosas, las tarifas de carga y de pasaje son
fijadas por el gobierno y no se puede alterar ni hacer
un horario sin la aprobación oficial. Puede sorprender a
algunos norteamericanos saber que el pasaje de primera
clase cuesta en México solamente dos centavos y dos
quintas partes por milla, mientras que en segunda clase,
en la cual viaja cuando menos la mitad del total de
viajeros del país, el costo es únicamente de un centavo
y un quinto la milla: se dan estas cifras en oro para
poder compararlas con el costo en los Estados Unidos.
Me han asegurado, en privado, los principales
funcionarios e inversionistas norteamericanos que la
gran red que forman los ferrocarriles de México los hace
sentirse orgullosos de sus méritos , y su labor les da
nuevas fuerzas para seguir adelante, sin ningún tipo de
presiones, ya ejercidas directa o indirectamente.
Mr. Stillwell, de Kansas City, no sólo está construyendo
una línea de Kansas al Pacífico a través de México (para
reunir el capital ha estado trayendo por espacio de dos
años a México, a mil cuatrocientos hombres de negocios),
sino que ha establecido y controla en la república una
vasta red de empresas dedicadas a bienes raíces. Tiene
un capital de cerca de los siete millones de dólares
invertido en México.
"En mis frecuentes tratos con los oficiales mexicanos
-me dijo-, nunca me ha pedido nadie un solo dólar para
sobornar directa o indirectamente. Para establecer la
terminal de mi línea en Norteamérica, he tenido que
luchar contra los políticos y los sobornos
constantemente. Aquí en México he sido tratado no sólo
justamente, sino con gran generosidad. El presidente
Díaz me ha dicho que si alguna vez un funcionario
mexicano me pidiera un solo dólar como soborno, le
notificara el hecho y sin importar el grado que este
oficial tuviera, sería inmediatamente dado de baja."
Más de $1,200.000,000 de capital extranjero se han
invertido en México desde que el presidente Díaz
sistematizó y estabilizó la nación. El capital para
ferrocarriles, minas, fábricas, plantaciones ha estado
redituando la suma de $ 200.000,000 al año. En seis
meses el gobierno vendió más de un millón de acres de
tierra.
A pesar de todo lo que se ha realizado, aún hay cabida
para invertir billones de dólares en las minas e
industrias diversas de la república. Norteamericanos y
extranjeros de otros países, interesados en minas,
bienes raíces, fábricas, ferrocarriles y otras empresas,
han asegurado privadamente, no una vez sino varias, que
bajo el régimen de Díaz las condiciones para la
inversión en México son mejores y tan dignas de
confianza como en las países más desarrollados de
Europa. El presidente Díaz ha hecho declaraciones en el
sentido de que estas condiciones prevalecerán después de
su muerte o retiro.
Desde que Díaz asumió el poder, los ingresos del
gobierno han aumentado de aproximadamente $15.000,000.00
a más de $115.000,000.00 a pesar de que los impuestos
han sido firmemente reducidos.
Cuando el precio de la plata bajó a la mitad, se
notificó al presidente Díaz que su país jamás podría
pagar la deuda nacional que se había duplicado con el
cambio de valores. Fue apremiado a rehusar el pago de
una parte de la deuda, pero él consideró el consejo
tonto y poco honrado, y es un hecho que algunos de los
funcionarios de más alto grado en el gobierno, no
recibieron sus correspondientes salarios hasta que
México pudo hacer frente a sus obligaciones financieras
y pagó dólar por dólar.
Las ciudades relucen con la luz eléctrica y se llenan de
ruido con los tranvías; el inglés se enseña en las
escuelas públicas del amplio Distrito Federal; el tesoro
público está lleno y en la abundancia, la deuda nacional
decrece; hay aproximadamente 70 mil extranjeros que
viven contentos y prósperos en la República -más
norteamericanos que españoles-, México tiene tres veces
más población por milla cuadrada que el Canadá; los
negocios públicos se han desarrollado bajo la dirección
de jóvenes como José I. Limantour, el inteligente
secretario de Hacienda, uno de los más distinguidos
financieros; el vicepresidente Corral, quien es también
secretario del Interior; Ignacio Mariscal, ministro de
Asuntos Extranjeros y Enrique Creel, brillante embajador
en Washington.
Y es esta, una tierra de belleza incomparable. Su valle
y montañas, sus grandes plantaciones, su indescriptible
y variada vegetación, sus bellas y abundantes flores,
sus frutos, sus cielos, su maravilloso clima, vetustos
pueblos, catedrales, iglesias y conventos, no hay nada
con qué compararlo en el mundo, dada su variedad y
belleza. Pero es el indio gentil, veraz y agradecido,
con su increíble sombrero y su sarape multicolor, el que
acaba ganándose el corazón. Después de viajar por todo
el mundo, el norteamericano que visita México por
primera vez se pregunta cómo pudo ser posible que nunca
antes entendiera qué maravilloso país de romance dejaba
junto a su propia puerta.
Es el momento de crecimiento, fuerza y paz el que
convence a Porfirio Díaz de que su labor en el
continente americano está casi terminada.
No se ve un solo sacerdote con ropas talares en todo
este país eminentemente católico. No se ven procesiones
religiosas. La iglesia ha enmudecido salvo en sus
recintos y es esta la tierra en donde he visto la más
profunda emoción religiosa, los espectáculos religiosos
más solemnes, desde los humildes peones, cubiertos con
sus mantas, arrodillados por horas en la catedral, junto
a hombres que llevan artículos para sus hogares, mujeres
que amamantaban a sus hijos, hasta aquel indescriptible
conjunto de indios que van de rodillas a la Basílica de
la Virgen de Guadalupe.
Interrogué al presidente Díaz acerca de esto mientras
paseábamos por la terraza del Castillo de Chapultepec.
Inclinó su blanca cabeza, y levantándola nuevamente,
fijó directamente sus oscuros ojos en los míos.
"No admitimos que los sacerdotes voten ni les permitimos
desempeñar puestos oficiales. Tampoco permitimos que
lleven vestimentas que lo distingan como tales en
público, ni permitimos procesiones en las calles -dijo-.
Cuando hicimos esas leyes no estábamos luchando contra
la religión, sino contra la idolatría. Pretendemos que
el más humilde de los mexicanos quede libre del pasado,
de manera que pueda comparecer sin miedo frente a
cualquier ser humano. No soy hostil a la religión, sino
todo lo contrario; a pesar de las experiencias pasadas,
creo firmemente que no puede haber verdadero progreso
nacional en ningún país, en ninguna época, sin una
verdadera religión."
Así es Porfirio Díaz, el hombre más destacado del
hemisferio americano. Toda lo que ha hecho, casi solo,
en estos pocos años para un pueblo degradado y
desorganizado por la guerra, sin ley y con políticos de
ópera cómica, es la gran inspiración del
panamericanismo, la esperanza de las repúblicas
hispanoamericanas.
Dondequiera que se le vea, en el Castillo de
Chapultepec, en su despacho del Palacio Nacional o en la
exquisita sala de su sencilla casa en la ciudad, con su
joven y bella esposa, rodeado de sus hijos y nietos por
parte de su primera esposa, o rodeado de tropas, con el
pecho cubierto de las condecoraciones que le han
conferido las grandes naciones, él es siempre el mismo:
sencillo, conciso y lleno de la dignidad de su fuerza
consciente.
A pesar del férreo gobierno que le ha dado a México, a
pesar de su prolongada permanencia en el poder que ha
hecho a la gente decir que ha convertido una república
en una autocracia, es imposible mirarlo a la cara cuando
habla de los principios de la soberanía popular sin
creer que aún hoy tomaría las armas y derramaría su
sangre en defensa de ella.
Hace solamente unas semanas que el secretario de Estado,
Mr. Root, resumió la actitud del presidente, al decir:
"Me ha parecido a mí, que de todos los hombres que hoy
viven, el que más vale la pena ver es el general
Porfirio Díaz, de México. Porque aun considerando los
rasgos aventureros, atrevidos e hidalgos de su carrera,
cuando se considera el vasto programa de gobierno que su
valor y sabiduría aunados a su carácter imperioso, ha
cumplido; cuando se considera su atrayente personalidad
única, no hay ser viviente hoy día a quien quisiera yo
ver con más interés que al presidente Díaz. Si fuera
poeta, escribiría su elogio. Si músico, marchas
triunfales. Si mexicano, sentiría que una devota
fidelidad de toda la vida no pagaría todo lo que él ha
hecho por el que sería mi país. Pero como no soy ni
poeta, ni músico ni mexicano, sino solamente un
norteamericano que ama la justicia y la libertad y que
espera ver su reino entre la humanidad progresar y
fortalecerse, veo a Porfirio Díaz, presidente de México,
como uno de los grandes hombres que debe ser considerado
modelo de heroísmo por el género humano."
Pearson's Magazine
Marzo de 1908.
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