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CASTRO 1953
La Historia Me Absolverá
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Fidel Castro.
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Fidel Castro's History Will Absolve Me
speech.
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English translation of
this speech.
It follows the Spanish full text transcript of Fidel Castro's
History Will Absolve Me speech, delivered at Santiago de
Cuba - October 16, 1953.
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Señores magistrados, |
Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio
en tan difíciles condiciones: nunca contra un
acusado se había cometido tal cúmulo de
abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en
este caso la misma persona. Como abogado, no ha
podido ni tan siquiera ver el sumario y, como
acusado, hace hoy setenta y seis días que está
encerrado en una celda solitaria, total y
absolutamente incomunicado, por encima de todas
las prescripciones humanas y legales.
Quien está hablando aborrece con toda su alma la
vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su
temperamento para poses de tribuno ni
sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido
que asumir mi propia defensa ante este tribunal
se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente
se me privó de ella por completo; otro: porque
sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya
visto tan desamparada la patria y envilecida la
justicia, puede hablar en una ocasión como ésta
con palabras que sean sangre del corazón y
entrañas de la verdad.
No faltaron compañeros generosos que quisieran
defenderme, y el Colegio de Abogados de La
Habana designó para que me representara en esta
causa a un competente y valeroso letrado: el
doctor Jorge Pagliery, decano del Colegio de
esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo,
desempeñar su misión: las puertas de la prisión
estaban cerradas para él cuantas veces intentaba
verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que
intervino la Audiencia, se le concedieron diez
minutos para entrevistarse conmigo en presencia
de un sargento del Servicio de Inteligencia
Militar. Se supone que un abogado deba conversar
privadamente con su defendido, salvo que se
trata de un prisionero de guerra cubano en manos
de un implacable despotismo que no reconozca
reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery
ni yo estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia
fiscalización de nuestras armas para el juicio
oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué
medios iban a ser reducidas a polvo las
fabulosas mentiras que habían elaborado en torno
a los hechos del cuartel Moncada y sacarse a
relucir las terribles verdades que deseaban
ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se
decidió que, haciendo uso de mi condición de
abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa.
Esta decisión, oída y trasmitida por el sargento
del SIM, provocó inusitados temores; parece que
algún duendecillo burlón se complacía
diciéndoles que por culpa mía los planes iban a
salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra,
señores magistrados, cuántas presiones se han
ejercido para que se me despojase también de
este derecho consagrado en Cuba por una larga
tradición. El tribunal no pudo acceder a tales
pretensiones porque era ya dejar a un acusado en
el colmo de la indefensión. Ese acusado, que
está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna
razón del mundo callará lo que debe decir. Y
estimo que hay que explicar, primero que nada, y
qué se debió la feroz incomunicación a que fui
sometido; cuál es el propósito al reducirme al
silencio; por qué se fraguaron planes; qué
hechos gravísimos se le quieren ocultar al
pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas
extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo
que me propongo hacer con entera claridad.
Vosotros habéis calificado este juicio
públicamente como el más trascendental de la
historia republicana, y así lo habéis creído
sinceramente, no debisteis permitir que os lo
mancharan con un fardo de burlas a vuestra
autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21
de septiembre. Entre un centenar de
ametralladoras y bayonetas que invadían
escandalosamente la sala de justicia, más de
cien personas se sentaron en el banquillo de los
acusados. Una gran mayoría era ajena a los
hechos y guardaba prisión preventiva hacía
muchos días, después de sufrir toda clase de
vejámenes y maltratos en los calabozos de los
cuerpos represivos; pero el resto de los
acusados, que era el menor número, estaban
gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con
orgullo su participación en la batalla por la
libertad, dar un ejemplo de abnegación sin
precedentes y librar de las garras de la cárcel
a aquel grupo de personas que con toda mala fe
habían sido incluidas en el proceso. Los que
habían combatido una vez volvían a enfrentarse.
Otra vez la causa justa del lado nuestro; iba a
librarse contra la infamia el combate terrible
de la verdad. ¡Y ciertamente que no esperaba el
régimen la catástrofe moral que se avecinaba!
¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones?
¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad
había ocurrido, cuando tal número de jóvenes
había ocurrido, cuando tal número de jóvenes
estaban dispuestos a correr todos los riesgos:
cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por
denunciarlo ante el tribunal?
En aquella primera sesión se me llamó a declarar
y fui sometido a interrogatorio durante dos
horas, contestando las preguntas del señor
fiscal y los veinte abogados de la defensa.
Puede probar con cifras exactas y datos
irrebatibles las cantidades de dinero invertido,
la forma en que se habían obtenido y las armas
que logramos reunir. No tenía nada que ocultar,
porque en realidad todo había sido logrado con
sacrificios sin precedentes en nuestras
contiendas republicanas. Hablé de los propósitos
que nos inspiraban en la lucha y del
comportamiento humano y generoso que en todo
momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si
pude cumplir mi cometido demostrando la no
participación, ni directa ni indirecta, de todos
los acusados falsamente comprometidos en la
causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo
de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos
no se avergonzarían ni se arrepentirían de su
condición de revolucionarios y de patriotas por
el hecho de tener que sufrir las consecuencias.
No se me permitió nunca hablar con ellos en la
prisión y, sin embargo, pensábamos hacer
exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres
llevan en la mente un mismo ideal, nada puede
incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni
la tierra de los cementerios, porque un mismo
recuerdo, una misma alma, una misma idea, una
misma conciencia y dignidad los alienta a todos.
Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como
castillo de naipes el edificio de mentiras
infames que había levantado el gobierno en torno
a los hechos, resultando de ello que el señor
fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en
prisión intelectuales, solicitando de inmediato
para ellas la libertas provisional.
Terminadas mis declaraciones en aquella primera
sesión, yo había solicitado permiso del tribunal
para abandonar el banco de los acusados y ocupar
un puesto entre los abogados defensores, lo que,
en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí
entonces la misión que consideraba más
importante en este juicio: destruir totalmente
las cobardes calumnias que se lanzaron contra
nuestros combatientes, y poner en evidencia
irrebatible los crímenes espantosos y
repugnantes que se habían cometido con los
prisioneros, mostrando ante la faz de la nación
y del mundo la infinita desgracia de este
pueblo, que está sufriendo la opresión más cruel
e inhumana de toda su historia.
La segunda sesión fue el martes 22 de
septiembre. Acababan de prestar declaración
apenas diez personas y ya había logrado poner en
claro los asesinatos cometidos en la zona de
Manzanillo, estableciendo específicamente y
haciéndola constar en acta, la responsabilidad
directa del capitán jefe de aquel puesto
militar. Faltaban por declarar todavía
trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una
cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos,
procediera a interrogar, delante del tribunal, a
los propios militares responsables de aquellos
hechos? ¿Podía permitir el gobierno que yo
realizara tal cosa en presencia del público
numeroso que asistía a las sesiones, los
reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y
los líderes de los partidos de oposición a
quienes estúpidamente habían sentado en el banco
de los acusados para que ahora pudieran escuchar
bien de cerca todo cuanto allí se ventilara?
¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus
magistrados, que permitirlo!
Idearon sustraerme del juicio y procedieron a
ellos manu militari. El viernes 25 de septiembre
por la noche, víspera de la tercera sesión, se
presentaron en mi celda dos médicos sesión, se
presentaron en mi celda dos médicos del penal;
estaban visiblemente apenados: "Venimos a
hacerte un reconocimiento" —me dijeron. "¿Y
quién se preocupa tanto por mi salud?" —les
pregunté. Realmente, desde que los ví había
comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser
más caballeros y me explicaron la verdad: esa
misma tarde había estado en la prisión el
coronel Chaviano y les dijo que yo "le estaba
haciendo en el juicio un daño terrible al
gobierno", que tenían que firmar un certificado
donde se hiciera constar que estaba enfermo y no
podía, por tanto, seguir asistiendo a las
sesiones. Me expresaron además los médicos que
ellos, por su parte, estaban dispuestos a
renunciar a sus cargos y exponerse a las
persecuciones, que ponían el asunto en mis manos
para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles
a aquellos hombres que se inmolaran sin
consideraciones, pero tampoco podía consentir,
por ningún concepto, que se llevaran a cabo
tales propósitos. Para dejarlo a sus propias
conciencias, me limité a contestarles: "Ustedes
sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el
mío."
Ellos, después que se retiraron, firmaron el
certificado; sé que lo hicieron porque creían de
buena fe que era el único modo de salvarme al
vida, que veían en sumo peligro. No me
comprometí a guardar silencio sobre este
diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad,
y si decirla en este caso pudieran lesionar el
interés material de esos buenos profesionales,
dejo limpio de toda duda su honor, que vale
mucho más. Aquella misma noche, redacté una
carta para este tribunal, denunciando el plan
que se tramaba, solicitando la visita de dos
médicos forenses para que certificaran mi
perfecto estado de salud y expresándoles que si,
para salvar mi vida, tenían que permitir
semejante artimaña, prefería perderla mil veces.
Para dar a entender que estaba resuelto a luchar
solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito
aquel pensamiento del Maestro: "Un principio
justo desde el fondo de una cueva puede más que
un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el
tribunal, presentó la doctora Melba Hernández,
en la sesión tercera del juicio oral del 26 de
septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar
de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba.
Con motivo de dicha carta, por supuesto, se
tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a
la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba,
me confinaron al más apartado lugar de la
cárcel. A partir de entonces, todos los acusados
eran registrados minuciosamente, de pies a
cabeza, antes de salir para el juicio.
Vinieron los médicos forenses el día 27 y
certificaron que, en efecto, estaba
perfectamente bien de salud. Sin embargo, pese a
las reiteradas órdenes del tribunal, no se me
volvió a traer a ninguna sesión del juicio.
Agréguese a esto que todos los días eran
distribuidos, por personas desconocidas, cientos
de panfletos apócrifos donde se hablaba de
rescatarme de la prisión, coartada estúpida para
eliminarme físicamente con pretexto de evasión.
Fracasados estos propósitos por la denuncia
oportuna de amigos y alertas y descubierta la
falsedad del certificado médico, n les quedó
otro recurso, para impedir mi asistencia al
juicio, que el desacato abierto y descarado...
Caso insólito el que se estaba produciendo,
señores magistrados: un régimen que tenía miedo
de presentar a un acusado ante los tribunales;
un régimen de terror y de sangre, que se
espantaba ante la convicción moral de un hombre
indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado.
Así, después de haberme privado de todo, me
privaban por último del juicio donde era el
principal acusado. Téngase en cuenta que esto se
hacía estando en plena vigencia la suspensión de
garantías y funcionando con todo rigor la Ley de
Orden Público y la censura de radio y prensa.
¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este
régimen que tanto temía la voz de un acusado!
Debo hacer hincapié en actitud insolente e
irrespetuosa que con respecto a vosotros han
mantenido en todo momento los jefes militares.
Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la
inhumana incomunicación que pesaban sobre mí,
cuantas veces ordenó que se respetasen mis
derechos más elementales, cuantas veces demandó
que se me presentara a juicio, jamás fue
obedecido; una por una, se desacataron todas sus
órdenes. Peor todavía: en la misma presencia del
tribunal, en la primera y segunda sesión, se me
puso al lado una guardia perentoria para que me
impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun
en los momentos de receso, dando a entender que,
no ya en la prisión, sino hasta en la misma
Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el
menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba
plantear este problema en la sesión siguiente
como cuestión de elemental honor para el
tribunal, pero... ya no volví más. Y si a cambio
de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que
vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de
una legalidad que únicamente ellos y
exclusivamente ellos están violando desde el 10
de marzo, harto triste es el papel que os
quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente
en este caso ni una sola vez la máxima latina:
cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta
esta circunstancia.
Más, todas las medidas resultaron completamente
inútiles, porque mis bravos compañeros, con
civismo sin precedentes, cumplieron cabalmente
su deber.
"Sí, vinimos a combatir por la libertad de Cuba
y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían
uno por uno cuando eran llamados a declarar, e
inmediatamente, con impresionante hombría,
dirigiéndose al tribunal, denunciaban los
crímenes horribles que se habían cometido en los
cuerpos de nuestros hermanos. Aunque ausente,
pude seguir el proceso desde mi celda en todos
sus detalles, gracias a la población penal de la
prisión de Boniato que, pese a todas las
amenazas de severos castigos, se valieron de
ingeniosos medios para poner en mis manos
recortes de periódicos e informaciones de toda
clase. Vengaron así los abusos e inmoralidades
del director Taboada y del teniente supervisor
Rosabal, que los hacen trabajar de sol a sol,
construyendo palacetes privados, y encima los
matan de hambre malversando los fondos de
subsistencia.
A medida que se desarrolló el juicio, los
papeles se invirtieron: los que iban a acusar
salieron acusados, y los acusados se
convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a
los revolucionarios, se juzgó para siempre a un
señor que se llama Batista... ¡Monstrum
horrendum!... No importa que los valientes y
dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana
el pueblo condenará al dictador y a sus crueles
esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas
circulares mora todavía el espectro de Castells
y no se ha apagado aún el grito de tantos y
tantos asesinados; allí han ido a purgar, en
amargo cautiverio, su amor a la libertad,
secuestrados de la sociedad, arrancados de sus
hogares y desterrados de la patria. ¿No creéis,
como dije, que en tales circunstancias es
ingrato y difícil a este abogado cumplir su
misión?
Como resultado de tantas maquinaciones turbias e
ilegales, por voluntad de los que mandan y
debilidad de los que juzgan, heme aquí en este
cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha
traído para ser juzgado en sigilo, de modo que
no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se
entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué
se quiere ese imponente Palacio de Justicia,
donde los señores magistrados se encontrarán,
sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente,
os lo advierto, que se imparta justicia desde el
cuarto de un hospital rodeado de centinelas con
bayonetas calada, porque pudiera pensar la
ciudadanía que nuestra justicia está enferma...
y está presa.
Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento
establecen que el juicio será "oral y público";
sin embargo, se ha impedido por completo al
pueblo la entrada en esta sesión. Sólo han
dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en
cuyos periódicos la censura no permitirá
publicar una palabra. Veo que tengo por único
público, en la sala y en los pasillos, cerca de
cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria
y amable atención que me están prestando! ¡Ojalá
tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé
que algún día arderá en deseos de lavar la
mancha terrible de vergüenza y de sangre que han
lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones
de un grupito desalmado. Entonces ¡ay de los que
cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles
guerreras... si es que el pueblo no los ha
desmontado mucho antes!
Por último, debo decir que no se dejó pasar a mi
celda en la prisión ningún tratado de derecho
penal. Sólo puedo disponer de este minúsculo
código que me acaba de prestar un letrado, el
valiente defensor de mis compañeros: doctor
Baudilio Castellanos. De igual modo se prohibió
que llegaran a mis manos los libros de Martí;
parece que la censura de la prisión los
consideró demasiado subversivos. ¿O será porque
yo dije que Martí era el autor intelectual del
26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a
este juicio ninguna obra de consulta sobre
cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto!
Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y
en el pensamiento las nobles ideas de todos los
hombres que han defendido la libertad de los
pueblos.
Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal; espero
que me la conceda en compensación de tanto
exceso y desafuero como ha tenido que sufrir
este acusado sin amparo alguno de las leyes: que
se respete mi derecho a expresarme con entera
libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las
meras apariencias de justicia y el último
eslabón sería, más que ningún otro, de ignominia
y cobardía.
Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que
el señor fiscal vendría con una acusación
terrible, dispuesto a justificar hasta la
saciedad la pretensión y los motivos por los
cuales en nombre del derecho y de la justicia —y
¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe
condenar a veintiséis años de prisión. Pero no.
Se ha limitado exclusivamente a leer el artículo
148 del Código de Defensa Social, por el cual,
más circunstancias agravantes, solicita para mí
la respetable cantidad de veintiséis años de
prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo
para pedir y justificar que un hombre se pase a
la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por
ventura el señor fiscal disgustado con el
tribunal? Porque, según observo, su laconismo en
este caso se da de narices con aquella
solemnidad con que los señores magistrados
declararon, un tanto orgullosos, que éste era un
proceso de suma importancia, y yo he visto a los
señores fiscales hablar diez veces más en un
simple caso de drogas heroicas para solicitar
que un ciudadano sea condenado a seis meses de
prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una
sola palabra para respaldar su petición. Soy
justo..., comprendo que es difícil, para un
fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la
República, venir aquí en nombre de un gobierno
inconstitucional, factual, estatuario, de
ninguna legalidad y menos moralidad, a pedir que
un joven cubano, abogado como él, quizás... tan
decente como él, sea enviado por veintiséis años
a la cárcel. Pero el señor fiscal es un hombre
de talento y yo he visto personas con menos
talento que él escribir largos mamotretos en
defensa de esta situación. ¿Cómo, pues, creer
que carezca de razones para defenderlo, aunque
sea durante quince minutos, por mucha
repugnancia que esto le inspire a cualquier
persona decente? Es indudable que en el fondo de
esto hay una gran conjura.
Señores magistrados: ¿Por qué tanto interés en
que me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende
todo género de razonamientos para no presentar
ningún blanco contra el cual pueda yo dirigir el
ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece por
completo de base jurídica, moral y política para
hacer un planteamiento serio de la cuestión? ¿Es
que se teme tanto a la verdad? ¿Es que se quiere
que yo hable también dos minutos y no toque aquí
los puntos que tienen a ciertas gentes sin
dormir desde el 26 de julio’ Al circunscribirse
la petición fiscal a la simple lectura de cinco
líneas de un artículo del Código de Defensa
Social, pudiera pensarse que yo me circunscriba
a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor
de ellas, como un esclavo en torno a una piedra
de molino. Pero no aceptaré de ningún modo esa
mordaza, porque en este juicio se está
debatiendo algo más que la simple libertad de un
individuo: se discute sobre cuestiones
fundamentales de principios, se juzga sobre el
derecho de los hombres a ser libres, se debate
sobre las bases mismas de nuestra existencia
como nación civilizada y democrática. Cuando
concluya, no quiero tener que reprocharme a mí
mismo haber dejado principio por defender,
verdad es decir, ni crimen sin denunciar.
El famoso articulejo del señor fiscal no merece
ni un minuto de réplica. Me limitaré, por el
momento, a librar contra él una breve escaramuza
jurídica, porque quiero tener limpio de minucias
el campo para cuando llegue la hora de tocar el
degüello contra toda la mentira, falsedad,
hipocresía, convencionalismos y cobardía moral
sin límites en que se basa esa burda comedia
que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de
marzo, se llama en Cuba Justicia.
Es un principio elemental de derecho penal que
el hecho imputado tiene que ajustarse
exactamente al tipo de delito prescrito por la
ley. Si no hay ley exactamente aplicable al
punto controvertido, no hay delito.
El artículo en cuestión dice textualmente: "Se
impondrá una sanción de privación de libertad de
tres a diez años al autor de un hecho dirigido a
promover un alzamiento de gentes armadas contra
los Poderes Constitucionales del Estado. La
sanción será de privación de libertad de cinco a
veinte años si se llevase a efecto la
insurrección."
¿En qué país está viviendo el señor fiscal?
¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido
alzamiento contra los Poderes Constitucionales
del Estado? Dos cosas resaltan a la vista. En
primer lugar, la dictadura que oprime a la
nación no es un poder constitucional, sino
inconstitucional; se engendró contra la
Constitución, por encima de la Constitución,
violando la Constitución legítima de la
República. Constitución legítima es aquella que
emana directamente del pueblo soberano. Este
punto lo demostraré plenamente más adelante,
frente a todas las gazmoñerías que han inventado
los cobardes y traidores para justificar lo
injustificable. En segundo lugar, el artículo
habla de Poderes, es decir, plural, no singular,
porque está considerado el caso de una república
regida por un Poder Legislativo, un Poder
Ejecutivo y un Poder Judicial que se equilibran
y contrapesan unos a otros. Nosotros hemos
promovido rebelión contra un poder único,
ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo
los Poderes Legislativos y Ejecutivo de la
nación, destruyendo todo el sistema que
precisamente trataba de proteger el artículo del
Código que estamos analizando. En cuanto a la
independencia del Poder Judicial después del 10
de marzo, ni hablo siquiera, porque no estoy
para bromas... Por mucho que se estire, se
encoja o se remiende, ni una sola coma del
artículo 148 es aplicable a los hechos del 26 de
Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la
oportunidad en que pueda aplicarse a los que sí
promovieron alzamiento contra los Poderes
Constitucionales del Estado. Más tarde volveré
sobre el Código para refrescarle la memoria al
señor fiscal sobre ciertas circunstancias que
lamentablemente se le han olvidado.
Os advierto que acabo de empezar. Si en vuestras
almas queda un latido de amor a la patria, de
amor a la humanidad, de amor a la justicia,
escucharme con atención. Sé que me obligarán al
silencio durante muchos años; sé que tratarán de
ocultar la verdad por todos los medios posibles;
sé que contra mí se alzará la conjura del
olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra
fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento
y quiero darle en mi corazón todo el calor que
le niegan las almas cobardes.
Escuché al dictador el lunes 27 de julio, desde
un bohío de las montañas, cuando todavía
quedábamos dieciocho hombres sobre las armas. No
sabrán de amarguras e indignaciones en la vida
los que no hayan pasado por momentos semejantes.
Al par que rodaban por tierra las esperanzas
tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro
pueblo, veíamos al déspota erguirse sobre él,
más ruin y soberbio que nuca. El chorro de
mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje
torpe, odioso y repugnante, sólo puede
compararse con el chorro enorme de sangre joven
y limpia que desde la noche antes estaba
derramando, con su conocimiento, consentimiento,
complicidad y aplauso, la más desalmada turba de
asesinos que pueda concebirse jamás. Haber
creído durante un solo minuto lo que dijo es
suficiente falta para que un hombre de
conciencia viva arrepentido y avergonzado toda
la vida. No tenía ni siquiera, en aquellos
momentos, la esperanza de marcarle sobre la
frente miserable la verdad que lo estigmatice
por el resto de sus días y el resto de los
tiempos, porque sobre nosotros se cerraba ya el
cerco de más de mil hombres, con armas de mayor
alcance y potencia, cuya consigna terminante era
regresar con nuestros cadáveres. Hoy, que ya la
verdad empieza a conocerse y que termino con
estas palabras que estoy pronunciando la misión
que me impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir
tranquilo y feliz, por lo cual no escatimaré
fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos
asesinos.
Es necesario que me detengan a considerar un
poco los hechos. Se dijo por el mismo gobierno
que el ataque fue realizado con tanta precisión
y perfección que evidenciaba la presencia de
expertos militares en la elaboración del plan.
¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un
grupo de jóvenes ninguno de los cuales tenía
experiencia militar; y voy a revelar sus
nombres, menos dos de ellos que no están ni
muertos mi presos: Abel Santamaría, José Luis
Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret,
Jesús Montané y el que les habla. La mitad han
muerto, y en justo tributo a su memoria puedo
decir que no eran expertos militares, pero
tenían patriotismo suficiente para darles, en
igualdad de condiciones, una soberana paliza a
todos los generales del 10 de marzo juntos, que
no son ni militares ni patriotas. Más difícil
fue organizar, entrenar y movilizar hombres y
armas bajo un régimen represivo que gasta
millones de pesos en espionaje, soborno y
delación, tareas que aquellos jóvenes y otros
muchos realizaron con seriedad, discreción y
constancia verdaderamente increíbles; y más
meritorio todavía será siempre darle a un ideal
todo lo que se tiene y, además, la vida.
La movilización final de hombres que vinieron a
esta provincia desde los más remotos pueblos de
toda la Isla, se llevó a cabo con admirable
precisión y absoluto secreto. Es cierto
igualmente que el ataque se realizó con
magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente
a las 5:15 a.m., tanto en Bayamo como en
Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de
minutos y segundos prevista de antemano, fueron
cayendo los edificios que rodean el campamento.
Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun
cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar
por primera vez también otro hecho que fue
fatal: la mitad del grueso de nuestras fuerzas y
la mejor armada, por un error lamentable se
extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó
en el momento decisivo. Abel Santamaría, con
veintiún hombres, había ocupado el Hospital
Civil; iban también con él para atender a los
heridos un médico y dos compañeras nuestras.
Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio
de Justicia; y a mí me correspondió atacar el
campamento con el resto, noventa y cinco
hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta
y cinco, precedido por una vanguardia de ocho
que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente
donde se inició el combate, al encontrarse mi
automóvil con una patrulla de recorrido exterior
armada de ametralladoras. El grupo de reserva,
que tenía casi todas las armas largas, pues las
cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle
equivocada y se desvió por completo dentro de
una ciudad que no conocían. Debo aclarar que no
albergo la menor duda sobre el valor de esos
hombres, que al verse extraviados sufrieron gran
angustia y desesperación. Debido al tipo de
acción que se estaba desarrollando y al idéntico
color de los uniformes en ambas partes
combatientes, no era fácil restablecer el
contacto. Muchos de ellos, detenidos más tarde,
recibieron la muerte con verdadero heroísmo.
Todo el mundo tenía instrucciones muy precisas
de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un
grupo de hombres armados fue más generoso con el
adversario. Se hicieron desde los primeros
momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte
en firme; y hubo un instante, al principio, en
que tres hombres nuestros, de los que habían
tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y
Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca
y detuvieron durante un tipo a cerca de
cincuenta soldados. Estos prisioneros declararon
ante el tribunal, y todos sin excepción han
reconocido que se les trató con absoluto
respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una
palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo
que agradecerle algo, de corazón, al señor
fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis
compañeros, al hacer su informe, tuvo la
justicia de reconocer como un hecho indudable el
altísimo espíritu de caballerosidad que
mantuvimos en la lucha.
La disciplina por parte del Ejército fue
bastante mala. Vencieron en último término por
el número, que les daba una superioridad de
quince a uno, y por la protección que les
brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros
hombres tiraban mucho mejor y ellos mismos lo
reconocieron. El valor humano fue igualmente
alto de parte y parte.
Considerando las causas del fracaso táctico,
aparte del lamentable error mencionado, estimo
que fue una falta nuestra dividir la unidad de
comandos que habíamos entrenado cuidadosamente.
De nuestros mejores hombres y más audaces jefes,
había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el
Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia;
de haber hecho otra distribución, el resultado
pudo haber sido distinto. El choque con la
patrulla (totalmente casual, pues veinte
segundos antes o veinte segundos después no
habría estado en ese punto) dio tiempo a que se
movilizara el campamento, que de otro modo
habría caído en nuestras manos sin disparar un
tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder.
Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que
estaban bien provistos, el parque de nuestro
lado era escasísimo. De haber tenido nosotros
granadas de mano, no hubieran podido resistir
quince minutos.
Cuando me convencí de que todos los esfuerzos
eran ya inútiles para tomar la fortaleza,
comencé a retirar nuestros hombres en grupos de
ocho y de diez. La retirada fue protegida por
seis francotiradores que, al mando de Pedro
Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon
heroicamente el paso al Ejército. Nuestras
pérdidas en la lucha habían sido
insignificantes; el noventa y cinco por ciento
de nuestros muertos fueron producto de la
crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo
cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más
que una baja; el resto fue copado al situarse
las tropas frente a la única salida del
edificio, y sólo depusieron las armas cuando no
les quedaba una bala. Con ellos estaba Abel
Santamaría, el más generoso, querido e intrépido
de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia
lo inmortaliza ante al historia de Cuba. Ya
veremos la suerte que corrieron y cómo quiso
escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de
nuestra juventud.
Nuestros planes eran proseguir la lucha en las
montañas caso de fracasar el ataque al
regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney, la
tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya
muchos estaban desalentados. Unos veinte
decidieron presentarse; ya veremos también lo
que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho
hombres, con las armas y el parque que quedaban,
me siguieron a las montañas. El terreno era
totalmente desconocido para nosotros. Durante
una semana ocupamos la parte alta de la
cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó
la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se
decidieron a subir. No fueron, pues, las armas;
fueron el hambre y la sed quienes vencieron la
última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los
hombres en pequeños grupos; algunos consiguieron
filtrarse entre las líneas del Ejército, otros
fueron presentados por monseñor Pérez Serantes.
Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros:
José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente
extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º
de agosto, una fuerza del mando del teniente
Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la matanza
de prisioneros había cesado por la tremenda
reacción que provocó en la ciudadanía, y este
oficial, hombre de honor, impidió que algunos
matones nos asesinasen en el campo con las manos
atadas.
No necesito desmentir aquí las estúpidas
sandeces que, para mancillar mi nombre,
inventaron los Ugalde Carrillo y su comparsa,
creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y
sus crímenes. Los hechos están sobradamente
claros.
Mi propósito no es entretener al tribunal con
narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es
necesario para la comprensión más exacta de lo
que diré después.
Quiero hacer constar dos cosas importantes para
que se juzgue serenamente nuestra actitud.
Primero: pudimos haber facilitado la toma del
regimiento deteniendo simplemente a todos los
altos oficiales en sus residencias, posibilidad
que fue rechazada, por la consideración muy
humana de evitar escenas de tragedia y de lucha
en las casas de las familias. Segundo: se acordó
no tomar ninguna estación de radio hasta tanto
no se tuviese asegurado el campamento. Esta
actitud nuestra, pocas veces vista por su
gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía
un río de sangre. Yo pude haber ocupado, con
sólo diez hombres, una estación de radio y haber
lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era
posible dudar: tenía el último discurso de
Eduardo Chibás en la CMQ, grabado con sus
propias palabras, poemas patrióticos e himnos de
guerra capaces de estremecer al más indiferente,
con mayor razón cuando se está escuchando el
fragor del combate, y no quise hacer uso de
ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra
situación.
Se ha repetido con mucho énfasis por el gobierno
que l pueblo no secundó el movimiento. Nunca
había oído una afirmación tan ingenua y, al
propio tiempo, tan llena de mala fe. Pretenden
evidenciar con ello la sumisión y cobardía del
pueblo; poco falta para que digan que respalda a
la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello
a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó
que era una lucha entre soldados, y no tuvo
conocimiento de lo que ocurría hasta muchas
horas después. ¿Quién duda del valor, el civismo
y el coraje sin límites del rebelde y patriótico
pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada
hubiera caído en nuestras manos, ¡hasta las
mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las
armas! ¡Muchos fusiles se los cargaron a los
combatientes las enfermeras del Hospital Civil!
Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos
jamás.
No fue nunca nuestra intención luchar con los
soldados del regimiento, sino apoderarnos por
sorpresa del control y de las armas, llamar al
pueblo, reunir después a los militares e
invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la
tiranía y abrazar la de la libertad, defender
los grandes intereses de la nación y no los
mezquinos intereses de un grupito; virar las
armas y disparar contra los enemigos del pueblo,
y no contra el pueblo, donde están sus hijos y
sus padres; luchar junto a él, como hermanos que
son, y no frente a él, como enemigos que quieren
que sean; ir unidos en pos del único ideal
hermosos y digno de ofrendarle la vida, que es
la grandeza y felicidad de la patria. A los que
dudan que muchos soldados se hubieran sumado a
nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la
gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer
de libertad?
El cuerpo de la Marina no combatió contra
nosotros, y se hubiera sumado sin duda después.
Se sabe que ese sector de las Fuerzas Armadas es
el menos adicto a la tiranía y que existe entre
sus miembros un índice muy elevado de conciencia
cívica. Pero en cuanto al resto del Ejército
nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo
sublevado? Yo afirmo que no. El soldado es un
hombre de carne y hueso, que piensa, que observa
y que siente. Es susceptible a la influencia de
las opiniones, creencias, simpatías y antipatías
del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá
que no puede decirla; pero eso no significa que
carezca de opinión. Le afectan exactamente los
mismos problemas que a los demás ciudadanos
conciernen: subsistencia, alquiler, la educación
de los hijos, el porvenir de éstos, etcétera.
Cada familiar es un punto de contacto inevitable
entre él y el pueblo y la situación presente y
futura de la sociedad en que vive. Es necio
pensar que porque un soldado reciba un sueldo
del Estado, bastante módico, haya resuelto las
preocupaciones vitales que le imponen sus
necesidades, deberes y sentimientos como miembro
de una familia y de una colectividad social.
Ha sido necesaria esta breve explicación porque
es el fundamento de un hecho en que muy pocos
han pensado hasta el presente: el soldado siente
un profundo respeto por el sentimiento de la
mayoría del pueblo. Durante el régimen de
Machado, en la misma medida en que crecía la
antipatía popular, decrecía visiblemente la
fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo
de mujeres estuvo a punto de sublevar el
campamento de Columbia. Pero más claramente
prueba de esto un hecho reciente: mientras el
régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo
su máxima popularidad, proliferaron en el
Ejército, alentadas por ex militares sin
escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de
conspiraciones, y ninguna de ellas encontró eco
en la masa de los militares.
El 10 de marzo tiene lugar en el momento en que
había descendido hasta el mínimo el prestigio
del gobierno civil, circunstancia que
aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no
lo hicieron después del 1º de junio?
Sencillamente porque si esperan que la mayoría
de la nación expresase sus sentimientos en las
urnas, ninguna conspiración hubiera encontrado
eco en la tropa.
Puede hacerse, por tanto, una segunda
afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado
contra un régimen de mayoría popular. Estas
verdades son históricas, y si Batista se empeña
en permanecer a toda costa en el poder contra la
voluntad absolutamente mayoritaria de Cuba, su
fin será más trágico que el de Gerardo Machado.
Puedo expresar mi concepto en lo que a las
Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé de
ellas y las defendía cuando todos callaban, y no
lo hice para conspirar ni por interés de ningún
género, porque estábamos en plena normalidad
constitucional, sino por meros sentimientos de
humanidad y deber cívico. Era en aquel tiempo el
periódico Alerta uno de los más leídos por la
posición que mantenía entonces en la política
nacional, y desde sus páginas realicé una
memorable campaña contra el sistema de trabajos
forzados a que estaban sometidos los soldados en
las fincas privadas de los altos personajes
civiles y militares, aportando datos,
fotografías, películas y pruebas de todas clases
con las que me presenté también ante los
tribunales denunciando el hecho el día 3 de
marzo de 1952. Muchas veces dije en esos
escritos que era de elemental justicia
aumentarles el sueldo a los hombres que
prestaban sus servicios en las Fuerzas Armadas.
Quiero saber de uno más que haya levantado su
voz en aquella ocasión para protestar contra tal
injusticia. No fue por cierto Batista y
compañía, que vivía muy bien protegido en su
finca de recreo con toda clase de garantías,
mientras yo corría mil riesgos sin
guardaespaldas ni armas.
Conforme lo defendí entonces, ahora, cuando
todos callan otra vez, le digo que se dejó
engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño
y la vergüenza del 10 de marzo, ha añadido la
mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de
los crímenes espantosos e injustificables de
Santiago de Cuba. Desde ese momento el uniforme
del Ejército está horriblemente salpicado de
sangre, y si en aquella ocasión dije ante el
pueblo y denuncié ante los tribunales que había
militares trabajando como esclavos en las fincas
privadas, hoy amargamente digo que hay militares
manchados hasta el pelo con la sangre de muchos
jóvenes cubanos torturados y asesinados. Y digo
también que si es para servir a la República,
defender a la nación, respetar al pueblo y
proteger al ciudadano, es justo que un soldado
gane por lo menos cien pesos; pesos es para
matar y asesinar, para oprimir al pueblo,
traicionar la nación y defender los intereses de
un grupito, no merece que la República se gaste
ni un centavo en ejército, y el campamento de
Columbia debe convertirse en una escuela e
instalar allí, en vez de soldados, diez mil
niños huérfanos.
Como quiero ser justo antes de todo, no puedo
considerar a todos los militares solidarios de
esos crímenes, esas manchas y esas vergüenzas
que son obras de unos cuantos traidores y
malvados, pero todo militar de honor y dignidad
que ame su carrera y quiera su constitución,
está en el deber de exigir y luchar para que
esas manchas sean lavadas, esos engaños sean
vengados y esas culpas sean castigadas si no
quieren que ser militar sea para siempre una
infamia en vez de un orgullo.
Claro que el 10 de marzo no tuvo más remedio que
sacar a los soldados de las fincas privadas,
pero fue para ponerlos a trabajar de reporteros,
choferes, criados y guardaespaldas de toda la
fauna de politiqueros que integran el partido de
la dictadura. Cualquier jerarca de cuarta o
quinta categoría se cree con derecho a que un
militar le maneje el automóvil y le cuida las
espaldas, cual si estuviesen temiendo
constantemente un merecido puntapié.
Si existía en realidad un propósito
reivindicador, ¿por qué no se les confiscaron
todas las fincas y los millones a los que como
Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna
esquilmando a los soldados, haciéndolos trabajar
como esclavos y desfalcando los fondos de las
Fuerzas Armadas? Pero no: Genovevo y los demás
tendrán soldados cuidándolos en sus fincas
porque en el fondo todos los generales del 10 de
marzo están aspirando a hacer lo mismo y no
pueden sentar semejante precedente.
El 10 de marzo fue un engaño miserable, sí...
Batista, después de fracasar por la vía
electoral él y su cohorte de politiqueros malos
y desprestigiados, aprovechándose de su
descontento, tomaron de instrumento al Ejército
para trepar al poder sobre las espaldas de los
soldados. Y yo sé que hay muchos hombres
disgustados por el desengaño: se les aumentó el
sueldo y después con descuentos y rebajas de
toda clase se les volvió a reducir; infinidad de
viejos elementos desligados de los institutos
armados volvieron a filas cerrándoles el paso a
hombres jóvenes, capacitados y valiosos;
militares de mérito han sido postergados
mientras prevalece el más escandaloso
favoritismo con los parientes y allegados de los
altos jefes. Muchos militares decentes se están
preguntando a estas horas qué necesidad tenían
las Fuerzas Armadas de cargar con la tremenda
responsabilidad histórica de haber destrozado
nuestra Constitución para llevar al poder a un
grupo de hombres sin moral, desprestigiados,
corrompidos, aniquilados para siempre
políticamente y que no podían volver a ocupar un
cargo público si no era a punta de bayoneta,
bayoneta que no empuñan ellos...
Por otro lado, los militares están padeciendo
una tiranía peor que los civiles. Se les vigila
constantemente y ninguno de ellos tiene la menor
seguridad en sus puestos: cualquier sospecha
injustificada, cualquier chisme, cualquier
intriga, cualquier confidencia es suficiente
para que los trasladen, los expulsen o los
encarcelen deshonrosamente. ¿No les prohibió
Tabernilla en una circular conversar con
cualquier ciudadano de la oposición, es decir,
el noventa y nueve por ciento del pueblo?...
¡Qué desonfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales
de Roma se les impuso semejante regla! Las tan
cacareadas casitas para los soldados no pasan de
trescientas en toda la Isla y, sin embargo, con
lo gastado en tanques, cañones y armas había
para fabricarle una casa a cada alistado; luego,
lo que le importa a Batista no es proteger al
Ejército, sino que el Ejército lo proteja a él;
se aumenta su poder de opresión y de muerte,
pero esto no es mejorar el bienestar de los
hombres. Guardias triples, acuartelamiento
constante, zozobra perenne, enemistad de la
ciudadanía, incertidumbre del porvenir, eso es
lo que se le ha dado al soldado, o lo que es lo
mismo: "Muere por el régimen, soldado, dale tu
sudor y tu sangre, te dedicaremos un discurso y
un ascenso póstumo (cuando ya no te importe), y
después... seguiremos viviendo bien y
haciéndonos ricos; mata, atropella, oprime al
pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto se
acabe, tú pagarás nuestros crímenes y nosotros
nos iremos a vivir como príncipes en el
extranjero; y si volvemos algún día, no toques,
no toques tú ni tus hijos en la puerta de
nuestros palacetes, porque seremos millonarios y
los millonarios no conocen a los pobres. Mata,
soldado, oprime al pueblo, contra ese pueblo que
iba a librarlos a ellos inclusive de la tiranía,
la victoria hubiera sido del pueblo. El señor
fiscal estaba muy interesado en conocer nuestras
posibilidades de éxito. Esas posibilidades se
basaban en razones de orden técnico y militar y
de orden social. Se ha querido establecer el
mito de las armas modernas como supuesto de toda
imposibilidad de lucha abierta y frontal del
pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares
y las exhibiciones aparatosas de equipos
bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y
crear en la ciudadanía un complejo de absoluta
impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza es capaz
de vencer a un pueblo que se decide a luchar por
sus derechos. Los ejemplos históricos a luchar
por sus derechos. Los ejemplos históricos
pasados y presentes son incontables. Está bien
reciente el caso de Bolivia, donde los mineros,
con cartuchos de dinamita, derrotaron y
aplastaron a los regimientos del ejército
regular. Pero los cubanos, por suerte, no
tenemos que buscar ejemplos en otro país, porque
ninguno tan elocuente y hermoso como el de
nuestra propia patria. Durante la guerra del 95
había en Cuba cerca de medio millón de soldados
españoles sobre las armas, cantidad
infinitamente superior a la que podía oponer la
dictadura frente a una población cinco veces
mayor. Las armas del ejército español eran sin
comparación más modernas y poderosas que las de
los mambises; estaba equipado muchas veces con
artillería de campaña, y su infantería usaba el
fusil de retrocarga similar al que usa todavía
la infantería moderna. Los cubanos no disponían
por lo general de otra arma que los machetes,
porque sus cartucheras estaban casi siempre
vacías. Hay un pasaje inolvidable de nuestra
guerra de independencia narrado por el general
Miró Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio
Maceo, que pude traer copiado en esta notica
para no abusar de la memoria.
"La gente bisoña que mandaba Pedro Delgado, en
su mayor parte provista solamente de machete,
fue diezmada al echarse encima de los sólidos
españoles, de tal manera, que no es exagerado
afirmar que de cincuenta hombres, cayeron la
mitad. Atacaron a los españoles con los puños
¡sin pistola, sin machete y si cuchillo!
Escudriñando las malezas de Río Hondo, se
encontraron quince muertos más del partido
cubano, sin que de momento pudiera señalarse a
qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún
vestigio de haber empuñado el arma: el vestuario
estaba completo, y pendiente de la cintura no
tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de
allí, el caballo exánime, con el equipo intacto.
Se reconstruyó el pasaje culminante de la
tragedia: esos hombres, siguiendo a su esforzado
jefe, el teniente coronel Pedro Delgado, habían
obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron
sobre las bayonetas con las manos solas: el
ruido del metal, que sonaba en torno a ellos,
era el golpe del vaso de beber al dar contra el
muñón de la montura. Maceo se sintió conmovido,
él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas
las posiciones y aspectos, y murmuró este
panegírico: "Yo nunca había visto eso; gente
novicia que ataca inerme a los españoles ¡con el
vaso de beber agua por todo utensilio! ¡Y yo le
daba el nombre de impedimenta!"..."
¡Así luchan los pueblos cuando quieren
conquistar su libertad: les tiran piedras a los
aviones y viran los tanques boca arriba!
Una vez en poder nuestro la ciudad de Santiago
de Cuba, hubiéramos puesto a los orientales
inmediatamente en pie de guerra. A Bayamo se
atacó precisamente para situar nuestras
avanzadas junto al río Cauto. No se olvide nunca
que esta provincia que hoy tiene millón y medio
de habitantes, es sin duda la más guerrera y
patriótica de Cuba; fue ella la que mantuvo
encendida la lucha por la independencia durante
treinta años y le dio el mayor tributo de
sangre, sacrificio y heroísmo. En Oriente se
respira todavía el aire de la epopeya gloriosa
y, al amanecer, cuando los gallos cantan como
clarines que tocan diana llamando a los soldados
y el sol se eleva radiante sobre las empinadas
montañas, cada día parece que va a ser otra vez
el de Yara o el de Baire.
Dije que las segundas razones en que se basaba
nuestra posibilidad de éxito eran de orden
social. ¿Por qué teníamos la seguridad de contar
con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no
entendemos por tal a los sectores acomodados y
conservadores de la nación, a los que viene bien
cualquier régimen de opresión, cualquier
dictadura, cualquier despotismo, postrándose
ante el amo de turno hasta romperse la frente
contra el suelo. Entendemos por pueblo, cuando
hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la
que todos ofrecen y a la que todos engañan y
traicionan, la que anhela una patria mejor y más
digna y más justa; la que está movida por ansias
digna y más justa; la que está movida por ansias
ancestrales de justicia por haber padecido la
injusticia y la burla generación tras
generación, la que ansía grandes y sabias
transformaciones en todos los órdenes y está
dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en
algo o en alguien, sobre todo cuando crea
suficientemente en sí misma, hasta la última
gota de sangre. La primera condición de la
sinceridad y de la buena fe en un propósito, es
hacer precisamente lo que nadie hace, es decir,
hablar con entera claridad y sin miedo. Los
demagogos y los políticos de profesión quieren
obrar el milagro de estar bien en todo y con
todos, engañando necesariamente a todos en todo.
Los revolucionarios han de proclamar sus ideas
valientemente, definir sus principios y expresar
sus intenciones para que nadie se engañe, ni
amigos ni enemigos.
Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a
los seiscientos mil cubanos que están sin
trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin
tener que emigrar de su patria en busca de
sustento; a los quinientos mil obreros del campo
que habitan en los bohíos miserables, que
trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el
resto compartiendo con sus hijos la miseria, que
no tienen una pulgada de tierra para sembrar y
cuya existencia debiera mover más a compasión si
no hubiera tantos corazones de piedra; a los
cuatrocientos mil obreros industriales y
braceros cuyos retiros, todos, están
desfalcados, cuyas conquistas les están
arrebatando, cuyas viviendas son las infernales
habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios
pasan de las manos del patrón a las del
garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el
despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo
descanso es la tumba; a los cien mil
agricultores pequeños, que viven y mueren
trabajando una tierra que no es suya,
contemplándola siempre tristemente como Moisés a
la tierra prometida, para morirse sin llegar a
poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas
como siervos feudales una parte de sus
productos, que no pueden amarla, ni mejorarla,
ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo
porque ignoran el día que vendrá un alguacil con
la guardia rural a decirles que tienen que irse;
a los treinta mil maestros y profesores tan
abnegados, sacrificados y necesarios al destino
mejor de las futuras generaciones y que tan mal
se les trata y se les paga; a los veinte mil
pequeños comerciantes abrumados de deudas,
arruinados por la crisis y rematados por una
plaga de funcionarios filibusteros y venales; a
los diez mil profesionales jóvenes: médicos,
ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos,
dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores,
escultores, etcétera, que salen de las aulas con
sus títulos deseosos de lucha y llenos de
esperanza para encontrarse en un callejón sin
salida, cerradas todas las puertas, sordas al
clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos
caminos de angustias están empedrados de engaños
y falsas promesas, no le íbamos a decir: "Te
vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes, lucha ahora
con toda tus fuerzas para que sean tuyas la
libertad y la felicidad!"
En el sumario de esta causa han de constar las
cinco leyes revolucionarias que serían
proclamadas inmediatamente después de tomar el
cuartel Moncada y divulgadas por radio a la
nación. Es posible que el coronel Chaviano haya
destruido con toda intención esos documentos,
pero si él los destruyó, yo los conservo en la
memoria.
La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo
la soberanía y proclamaba la Constitución de
1940 como la verdadera ley suprema del Estado,
en tanto el pueblo decidiese modificarla o
cambiarla, y a los efectos de su implantación y
castigo ejemplar a todos los que la habían
traicionado, no existiendo órganos de elección
popular para llevarlo a cabo, el movimiento
revolucionario, como encarnación momentánea de
esa soberanía, única fuente de poder
legislativo, asumía todas las facultades que le
son inherentes a ella, excepto de legislar,
facultad de ejecutar y facultad de juzgar.
Esta actitud no podía ser más diáfana y
despojada de chocherías y charlatanismos
estériles: u gobierno aclamado por la masa de
combatientes, recibiría todas las atribuciones
necesarias para proceder a la implantación
efectiva de la voluntad popular y de la
verdadera justicia. A partir de ese instante, el
Poder Judicial, que se ha colocado desde el 10
de marzo frente a al Constitución y fuera de la
Constitución, recesaría como tal Poder y se
procedería a su inmediata y total depuración,
antes de asumir nuevamente las facultades que le
concede la Ley Suprema de la República. Sin
estas medidas previas, la vuelta a la legalidad,
poniendo su custodia en manos que claudicaron
deshonrosamente, sería una estafa, un engaño y
una traición más.
La segunda ley revolucionaria concedía la
propiedad inembargable e instransferible de la
tierra a todos los colonos, subcolonos,
arrendatarios, aparceros y precaristas que
ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías
de tierra, indemnizando el Estado a sus
anteriores propietarios a base de la renta que
devengarían por dichas parcelas en un promedio
de diez años.
La tercera ley revolucionaria otorgaba a los
obreros y empleados el derecho a participar del
treinta por ciento de las utilidades en todas
las grandes empresas industriales, mercantiles y
mineras, incluyendo centrales azucareros. Se
exceptuaban las empresas meramente agrícolas en
consideración a otras leyes de orden agrario que
debían implantarse.
La cuarta ley revolucionaria concedía a todos
los colonos el derecho a participar del
cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de
la caña y cuota mínima de cuarenta mil arrobas a
todos los pequeños colonos que llevasen tres o
más años de establecidos.
La quinta ley revolucionaria ordenaba la
confiscación de todos los bienes a todos los
malversadores de todos los gobiernos y a sus
causahabientes y herededor en cuanto a bienes
percibidos por testamento o abintestato de
procedencia mal habida, mediante tribunales
especiales con facultades plenas de acceso a
todas las fuentes de investigación, de
intervenir a tales efectos las compañías
anónimas inscriptas en el país o que operen en
él donde puedan ocultarse bienes malversados y
de solicitar de los gobiernos extranjeros
extradición de personas y embargo de bienes. La
mitad de los bienes recobrados pasarían a
engrosar las cajas de los retiros obreros y la
otra mitad a los hospitales, asilos y casas de
beneficencia.
Se declaraba, además, que la política cubana en
América sería de estrecha solidaridad con los
pueblos democráticos del continente y que los
perseguidos políticos de las sangrientas
tiranías que oprimen a las naciones hermanas,
encontrarían en la patria de Martí, no como hoy,
persecución, hambre y traición, sino asilo
generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser
baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de
despotismo.
Estas leyes serían proclamadas en el acto y a
ellas seguirían, una vez terminada la contienda
y previo estudio minucioso de su contenido y
alcance, otra serie de leyes y medidas también
fundamentales como la reforma agraria, la
reforma integral de la enseñanza y la
nacionalización del trust eléctrico y el trust
telefónico, devolución al pueblo del exceso
ilegal que han estado cobrando en sus tarifas y
pago al fisco de todas las cantidades que han
burlado a la hacienda pública.
Todas estas pragmáticas y otras estarían
inspiradas en el cumplimiento estricto de dos
artículos esenciales de nuestra Constitución,
uno de los cuales manda que se proscriba el
latifundio y, a los efectos de su desaparición,
la ley señale el máximo de extensión de tierra
que cada persona o entidad pueda poseer para
cada tipo de explotación agrícola, adoptando
medidas que tiendan a revertir la tierra al
cubano; y el otro ordena categóricamente al
Estado emplear todos los medios que estén a su
alcance para proporcionar ocupación a todo el
que carezca de ella y asegurar a cada trabajador
manual o intelectual una existencia decorosa.
Ninguna de ellas podrá ser tachada por tanto de
inconstitucional. El primer gobierno de elección
popular que surgiere inmediatamente después,
tendría que respetarlas, no sólo porque tuviese
un compromiso moral con la nación, sino porque
los pueblos cuando alcanzan las conquistas que
han estado anhelando durante varias
generaciones, no hay fuerza en el mundo capaz de
arrebatárselas.
El problema de la tierra, el problema de la
industrialización, el problema de la vivienda,
el problema del desempleo, el problema de la
educación y el problema de la salud del pueblo;
he ahí concretados los seis puntos a cuya
solución se hubieran encaminado resueltamente
nuestros esfuerzos, junto con la conquista de
las libertades públicas y la democracia
política.
Quizás luzca fría y teórica esta exposición, si
no se conoce la espantosa tragedia que está
viviendo el país en estos seis órdenes, sumada a
la más humillante opresión política.
El ochenta y cinco por ciento de los pequeños
agricultores cubanos está pagando renta y vive
bajo la perenne amenaza del desalojo de sus
parcelas. Más de la mitad de las mejores tierras
de producción cultivadas está en manos
extranjeras. En Oriente, que es la provincia más
ancha, las tierras de la United Fruit Company y
la West Indies unen la costa norte con la costa
sur. Hay doscientas mil familias campesinas que
no tienen una vara de tierra donde sembrar unas
viandas para sus hambrientos hijos y, en cambio,
permanecen sin cultivar, en manos de poderosos
intereses, cerca de trescientas mil caballerías
de tierras productivas. Si Cuba es un país
eminentemente agrícola, si su población es en
gran parte campesina, si la ciudad depende del
campo, si el campo hizo la independencia, si la
grandeza y prosperidad de nuestra nación depende
de un campesinado saludable y vigoroso que ame y
sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo
proteja y lo oriente, ¿cómo es posible que
continúe este estado de cosas?
Salvo unas cuantas industrias alimenticias,
madereras y textiles, Cuba sigue siendo una
factoría productora de materia prima. Se exporta
azúcar para importar caramelos, se exportan
cueros para importar zapatos,. se exporta hierro
para importar arados... Todo el mundo está de
acuerdo en que la necesidad de industrializar el
país es urgente, que hacen falta industrias
químicas, que hay que mejorar las crías, los
cultivos, la técnica y elaboración de nuestras
industrias alimenticias para que puedan resistir
la competencia ruinosa que hacen las industrias
europeas de queso, leche condensada, licores y
aceites y las de conservas norteamericanas, que
necesitamos barcos mercantes, que el turismo
podría ser una enorme fuente de riquezas; pero
los poseedores del capital exigen que los
obreros pasen bajo las horcas caudinas, el
Estado se cruza de brazos y la industrialización
espera por las calendas griegas.
Tan grave o peor es la tragedia de la vivienda.
Hay en Cuba doscientos mil bohíos y chozas;
cuatrocientas mil familias del campo y de la
ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías
y solares sin las más elementales condiciones de
higiene y salud; dos millones doscientas mil
personas de nuestra población urbana pagan
alquileres que absorben entre un quinto y un
tercio de sus ingresos; y dos millones
ochocientas mil de nuestra población rural y
suburbana carecen de luz eléctrica. Aquí ocurre
lo mismo: si el Estado se propone rebajar los
alquileres, los propietarios amenazan con
paralizar todas las construcciones; si el Estado
se abstiene, construyen mientras pueden percibir
un tipo elevado de renta, después no colocan una
piedra más aunque el resto de la población viva
a la intemperie. Otro tanto hace el monopolio
eléctrico: extiende las líneas hasta el punto
donde pueda percibir una utilidad satisfactoria,
a partir de allí no le importa que las personas
vivan en las tinieblas por el resto de sus días.
El Estado se cruza de brazos y el pueblo sigue
sin casas y sin luz.
Nuestro sistema de enseñanza se complementa
perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un campo
donde el guajiro no es dueño de la tierra para
qué se quieren escuelas agrícolas? ¿En una
ciudad donde no hay industrias para qué se
quieren escuelas técnicas o industriales? Todo
está dentro de la misma lógica absurda: no hay
ni una cosa ni otra. En cualquier pequeño país
de Europa existen más de doscientas escuelas
técnicas y de artes industriales; en Cuba, no
pasan de seis y los muchachos salen con sus
títulos sin tener dónde emplearse. A las
escuelitas públicas del campo asisten descalzos,
semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de
los niños en edad escolar y muchas veces el
maestro quien tiene que adquirir con su propio
sueldo el material necesario. ¿Es así como puede
hacerse una patria grande?
De tanta miseria sólo es posible liberarse con
la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a
morir. El noventa por ciento de los niños del
campo está devorado por parásitos que se les
filtran desde la tierra por las uñas de los pies
descalzos. La sociedad se conmueve ante la
noticia del secuestro o el asesinato de una
criatura, pero permanece criminalmente
indiferente ante el asesinato en masa que se
comete con tantos miles y miles de niños que
mueren todos los años por falta de recursos,
agonizando entre los estertores del dolor, y
cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de
la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como
pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no
caiga sobre los hombres la maldición de Dios. Y
cuando un padre de familia trabaja cuatro meses
la año, ¿con qué puede comprar ropas y medicinas
a sus hijos? Crecerán raquíticos, a los treinta
años no tendrán una pieza sana en la boca,
habrán oído diez millones de discursos, y
morirán al fin de miseria y decepción. El acceso
a los hospitales del Estado, siempre repletos,
sólo es posible mediante la recomendación de un
magnate político que le exigirá al desdichado su
voto y el de toda su familia para que Cuba siga
siempre igual o peor.
Con tales antecedentes, ¿cómo no explicarse que
desde el mes de mayo al de diciembre un millón
de personas se encuentren sin trabajo y que
Cuba, con una población de cinco millones y
medio de habitantes, tenga actualmente más
desocupados que Francia e Italia con una
población de más de cuarenta millones cada una?
Cuando vosotros juzgáis a un acusado por robo,
señores magistrados, no le preguntáis cuánto
tiempo lleva sin trabajo, cuántos hijos tiene,
qué días de la semana comió y qué días no comió,
no os preocupáis en absoluto por las condiciones
sociales del medio donde vive: lo enviáis a la
cárcel sin más contemplaciones. Allí no van los
ricos que queman almacenes y tiendas para cobrar
las pólizas de seguro, aunque se quemen también
algunos seres humanos, porque tienen dinero de
sobra para pagar abogados y sobornar
magistrados. Enviáis a la cárcel al infeliz que
roba por hambre, pero ninguno de los cientos de
ladrones que han robado millones al Estado
durmió nunca una noche tras las rejas: cenáis
con ellos a fin de año en algún lugar
aristocrático y tienen vuestro respeto. En Cuba,
cuando un funcionario se hace millonario de la
noche a la mañana y entra en la cofradía de los
ricos, puede ser recibido con las mismas
palabras de aquel opulento personaje de Balzac,
Taillefer, cuando brindó por el joven que
acababa de heredar una inmensa fortuna:
"¡Señores, bebamos al poder del oro! El señor
Valentín, seis veces millonario, actualmente
acaba de ascender al trono. Es rey, lo puede
todo, está por encima de todo, como sucede a
todos los ricos. En lo sucesivo la igualdad ante
la ley, consignada al frente de la Constitución,
será un mito para él, no estará sometido a las
leyes, sino que las leyes se le someterá. Para
los millonarios no existen tribunales ni
sanciones."
El porvenir de la nación y la solución de sus
problemas no pueden seguir dependiendo del
interés egoísta de una docena de financieros, de
los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en
sus despachos de aire acondicionado diez o doce
magnates. El país no puede seguir de rodillas
implorando los milagros de unos cuantos becerros
de oro que, como aquél del Antiguo Testamento
que derribó la ira del profeta, no hacen
milagros de ninguna clase. Los problemas de la
República sólo tienen solución si nos dedicamos
a luchar por ella con la misma energía, honradez
y patriotismo que invirtieron nuestros
libertadores en crearla. Y no es con estadistas
al estilo de Carlos Saladrigas, cuyo estadismo
consiste en dejarlo todo tal cual está y pasarse
la vida farfullando sandeces sobre la "libertad
absoluta de empresa", "garantías al capital de
inversión" y la "ley de la oferta y la demanda",
como habrán de resolverse tales problemas. En un
palacete de la Quinta Avenida, estos ministros
pueden charlar alegremente hasta que no quede ya
ni el polvo de los huesos de los que hoy
reclaman soluciones urgentes. Y en el mundo
actual ningún problema social se resuelve por
generación espontánea.
Un gobierno revolucionario con el respaldo del
pueblo y el respeto de la nación después de
limpiar las instituciones de funcionarios
venales y corrompidos, procedería inmediatamente
a industrializar el país, movilizando todo el
capital inactivo que pasa actualmente de mil
quinientos millones a través del Banco Nacional
y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial y
sometiendo la magna tarea al estudio, dirección,
planificación y realización por técnicos y
hombres de absoluta competencia, ajenos por
completo a los manejos de la política.
Un gobierno revolucionario, después de asentar
sobre sus parcelas con carácter de dueños a los
cien mil agricultores pequeños que hoy pagan
rentas, procedería a concluir definitivamente el
problema de la tierra, primero: estableciendo
como ordena la Constitución un máximo de
extensión para cada tipo de empresa agrícola y
adquiriendo el exceso por vía de expropiación,
reivindicando las tierras usurpadas al Estado,
desecando marismas y terrenos pantanosos,
plantando enormes viveros y reservando zonas
para la repoblación forestal; segundo:
repartiendo el resto disponible entre familias
campesinas con preferencia a las más numerosas,
fomentando cooperativas de agricultores para la
utilización común de equipos de mucho costo,
frigoríficos y una misma dirección profesional
técnica en el cultivo y la crianza y
facilitando, por último, recursos, equipos,
protección y conocimientos útiles al
campesinado.
Un gobierno revolucionario resolvería el
problema de la vivienda rebajando resueltamente
el cincuenta por ciento de los alquileres,
eximiendo de toda contribución a las casas
habitadas por sus propios dueños, triplicando
los impuestos sobre las casas alquiladas,
demoliendo las infernales cuarterías para
levantar en su lugar edificios modernos de
muchas plantas y financiando la construcción de
viviendas en toda la Isla en escala nunca vista,
bajo el criterio de que si lo ideal en el campo
es que cada familia posea su propia parcela, lo
ideal en la ciudad es que cada familia viva en
su propia casa o apartamento. Hay piedra
suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada
familia cubana una vivienda decorosa. Pero si
seguimos esperando por los milagros del becerro
de oro, pasarán mil años y el problema estará
igual. Por otra parte, las posibilidades de
llevar corriente eléctrica hasta el último
rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por
cuanto es ya una realidad la aplicación de la
energía nuclear a esa rama de la industria, lo
cual abaratará enormemente su costo de
producción.
Con estas tres iniciativas y reformas el
problema del desempleo desaparecería
automáticamente y la profilaxis y al lucha
contra las enfermedades sería tarea mucho más
fácil.
Finalmente, un gobierno revolucionario
procedería a la reforma integral de nuestra
enseñanza, poniéndola a tono con las iniciativas
anteriores, para preparar debidamente a las
generaciones que están llamadas a vivir en una
patria más feliz. No se olviden las palabras del
Apóstol: "Se está cometiendo en [...] América
Latina un error gravísimo: en pueblos que viven
casi por completo de los productos del campo, se
educa exclusivamente para la vida urbana y no se
les prepara para la vida campesina." "El pueblo
más feliz es el que tenga mejor educados a sus
hijos, en la instrucción del pensamiento y en la
dirección de los sentimientos." "Un pueblo
instruido será siempre fuerte y libre."
Pero el alma de la enseñanza es el maestro, y a
los educadores en Cuba se les paga
miserablemente; no hay, sin embargo, ser más
enamorado de su vocación que el maestro cubano.
¿Quién no aprendió sus primeras letras en una
escuelita pública? Basta ya de estar pagando con
limosnas a los hombres y mujeres que tienen en
sus manos la misión más sagrada del mundo de hoy
y del mañana, que es enseñar. Ningún maestro
debe ganar menos de doscientos pesos, como
ningún profesor de segunda enseñanza debe ganar
menos de trescientos cincuenta, si queremos que
se dediquen enteramente a su elevada misión, si
tener que vivir asediados por toda clase de
mezquinas privaciones. Debe concedérseles además
a los maestros que desempeñan su función en el
campo, el uso gratuito de los medios de
transporte; y a todos, cada cinco años por lo
menos, un receso en sus tareas de seis meses con
sueldo, para que puedan asistir a cursos
especiales en el país o en el extranjero,
poniéndose al día en los últimos conocimientos
pedagógicos y mejorando constantemente sus
programas y sistemas. ¿De dónde sacar el dinero
necesario? Cuando no se lo roben, cuando no haya
funcionarios venales que se dejen sobornar por
las grandes empresas con detrimento del fisco,
cuando los inmensos recursos de la nación estén
movilizados y se dejen de comprar tanques,
bombarderos y cañones en este país sin
fronteras, sólo para guerrear contra el pueblo,
y se le quiera educar en vez de matar, entonces
habrá dinero de sobra.
Cuba podría albergar espléndidamente una
población tres veces mayor; no hay razón, pues,
para que exista miseria entre sus actuales
habitantes. Los mercados debieran estar
abarrotados de productos; las despensas de las
casas debieran estar llenas; todos los brazos
podrían estar produciendo laboriosamente. No,
eso no es inconcebible. Lo inconcebible es que
haya hombres que se acuesten con hambre mientras
quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo
inconcebible es que haya niños que mueran sin
asistencia médica, lo inconcebible es que el
treinta por ciento de nuestros campesinos no
sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento no
sepa de historia de Cuba; lo inconcebible es que
la mayoría de las familias de nuestros campos
estén viviendo en peores condiciones que los
indios que encontró Colón al descubrir la tierra
más hermosa que ojos humanos vieron.
A los que me llaman por esto soñador, les digo
como Martí: "El verdadero hombre no mira de qué
lado se vive mejor, sino de qué lado está el
deber; y ése es [...] el único hombre práctico
cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque
el que haya puesto los ojos en las entrañas
universales y visto hervir los pueblos,
llameantes y ensangrentados, en la artesa de los
siglos, sabe que el porvenir, sin una sola
excepción, está del lado del deber."
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