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CASTRO 1953
La Historia Me Absolverá - Page 2
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Fidel Castro.
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Fidel Castro's History Will Absolve Me
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It follows the Spanish full text transcript of Fidel Castro's
History Will Absolve Me speech, delivered at Santiago de
Cuba - October 16, 1953.
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Únicamente inspirados en tan elevados
propósitos, es posible concebir el heroísmo de
los que cayeron en Santiago de Cuba. Los escasos
medios materiales con que hubimos de contar,
impidieron el éxito seguro. A los soldados les
dijeron que Prío nos había dado un millón de
pesos; querían desvirtuar el hecho más grave
para ellos: que nuestro movimiento no tenía
relación alguna con el pasado, que era una nueva
generación cubana con sus propias ideas, la que
se erguía contra la tiranía, de jóvenes que no
tenían apenas siete años cuando Batista comenzó
a cometer sus primeros crímenes en el año 34. La
mentira del millón no podía ser más absurda: si
con menos de veinte mil pesos armamos cientos
sesenta y cinco hombres y atacamos un regimiento
y un escuadrón, con un millón de pesos
hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar
cincuenta regimientos, cincuenta escuadrones, y
Ugalde Carrillo no se habría enterado hasta el
domingo 26 de julio a las 5_15 de la mañana.
Sépase que por cada uno que vino a combatir, se
quedaron veinte perfectamente entrenados que no
vinieron porque no había armas. Esos hombres
desfilaron por las calles de La Habana con la
manifestación estudiantil en el Centenario de
Martí y llenaban seis cuadras en masa compacta.
Doscientos más que hubieran podido venir o
veinte granadas de mano en nuestro poder, y tal
vez le habríamos ahorrado a este honorable
tribunal tantas molestias.
Los políticos se gastan en sus campañas millones
de pesos sobornando conciencias, y un puñado de
cubanos que quisieron salvar el honor de la
patria tuvo que venir a afrontar la muerte con
las manos vacías por falta de recursos. Eso
explica que al país lo hayan gobernado hasta
ahora, no hombres generosos y abnegados, sino el
bajo mundo de la politiquería, el hampa de
nuestra vida pública.
Con mayor orgullo que nunca digo que
consecuentes con nuestros principios, ningún
político de ayer nos vi tocar a sus puertas
pidiendo un centavo, que nuestros medios se
reunieron con ejemplos de sacrificios que no
tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio
Sosa, que vendió su empleo y se me presentó un
día con trescientos pesos "para la causa";
Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su
estudio fotográfico, con el que se ganaba la
vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo de
muchos meses y fue preciso prohibirle que
vendería también los muebles de su casa; Oscar
Alcalde, que vendió su laboratorio de productos
farmacéuticos; Jesús Montané, que entregó el
dinero que había ahorrado durante más de cinco
años; y así por el estilo muchos más,
despojándose cada cual de lo poco que tenía.
Hace falta tener una fe muy grande en su patria
para proceder así, y estos recuerdos de
idealismo me llevaron directamente al más amargo
capítulo de esta defensa: el precio que les hizo
pagar la tiranía por querer librar a Cuba de la
opresión y la injusticia.
¡Cadáveres amados los que un día
Ensueños fuisteis de la patria mía,
Arrojad, arrojad sobre mi frente
Polvo de vuestros huesos carcomidos!
¡Tocad mi corazón con vuestras manos!
¡Gemid a mis oídos!
¡Cada uno ha de ser de mis gemidos
Lágrimas de uno más de los tiranos!
¡Andad a mi rencor; vagad en tanto
Que mi ser vuestro espíritu recibe
Y dadme de las tumbas el espanto,
Que es poco ya para llorar el llanto
Cuando en infame esclavitud se vive!
Multiplicad por diez el crimen del 27 de
noviembre de 1871 y tendréis los crímenes
monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de
julio de 1953 en Oriente. Los hechos están
recientes todavía, pero cuando los años pasen y
el cielo de la patria se despeje, cuando los
ánimos exaltados se aquieten y el miedo no turbe
los espíritus, se empezará a ver en toda su
espantosa realidad la magnitud de la masacre, y
las generaciones venideras volverán
aterrorizadas los ojos hacia este acto de
barbarie sin precedentes en nuestra historia.
Pero no quiero que la ira me ciegue, porque
necesito toda la claridad de mi mente y la
serenidad del corazón destrozado para exponer
los hechos tal como ocurrieron, con toda
sencillez, antes que exagerar el dramatismo,
porque siento vergüenza, como cubano, que unos
hombres sin entrañas, con sus crímenes
incalificables, hayan deshonrado nuestra patria
ante el mundo.
No fue nunca el tirano Batista un hombre de
escrúpulos que vacilara antes de decir al pueblo
la más fantástica mentira. Cuando quiso
justificar el traidor cuartelazo del 10 de
marzo, inventó un supuesto golpe militar que
habría de ocurrir en el mes de abril y que "él
quiso evitar para que no fuera sumida en sangre
la república", historieta ridícula que no creyó
nadie; y cuando quiso sumir en sangre la
república y ahogar en el terror, la tortura y el
crimen la justa rebeldía de una juventud que no
quiso ser esclava suya, inventó entonces
mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco
respeto se le tiene a un pueblo, cuando se le
trata de engañar tan miserablemente! El mismo
día que fui detenido, yo asumí públicamente la
responsabilidad del movimiento armado del 26 de
julio, y si una sola de las cosas que dijo el
dictador contra nuestros combatientes en su
discurso del 27 de julio hubiese sido cierta,
bastaría para haberme quitado la fuerza moral en
el proceso. Sin embargo, ¿por qué no se me llevó
al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados
médicos? ¿Por qué se violaron todas las leyes
del procedimiento y se descartaron
escandalosamente todas las órdenes del tribunal?
¿Por qué se hicieron cosas nunca vistas en
ningún proceso público a fin de evitar a toda
costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo
indecible por estar presente, reclamando del
tribunal que se me llevase al juicio en
cumplimiento estricto de las leyes, denunciando
las maniobras estricto de las leyes, denunciando
para impedirlo; quería discutir con ellos frente
a frente y cara a cara. Ellos no quisieron:
¿Quién temía la verdad y quién no la temía?
Las cosas que afirmó el dictador desde el
polígono del campamento de Columbia, serían
dignas de risa si no estuviesen tan empapadas de
sangre. Dijo que los atacantes eran un grupo de
mercenarios entre los cuales había numerosos
extranjeros; dijo que la parte principal del
plan era un atentado contra él —él, siempre él—,
como si los hombres que atacaron el baluarte del
Moncada no hubieran podido matarlo a él y a
veinte como él, de haber estado conformes con
semejantes métodos; dijo que el ataque había
sido fraguado por el ex presidente Prío y con
dinero suyo, y se ha comprobado ya hasta la
saciedad la ausencia absoluta de toda relación
entre este movimiento y el régimen pasado; dijo
que estábamos armados de ametralladoras y
granadas de mano, y aquí los técnicos del
Ejército han declarado que sólo teníamos una
ametralladora degollado a la posta, y ahí han
aparecido en el sumario los certificados de
defunción y los certificados médicos
correspondientes a todos los soldados muertos o
heridos, de donde resulta que ninguno presentaba
lesiones de arma blanca. Pero sobre todo, lo más
importante, dijo que habíamos acuchillado a los
enfermos del Hospital Militar, y los médicos de
ese mismo hospital, ¡nada menos que los médicos
del Ejército!, han declarado en el juicio que
ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros,
que ningún enfermo fue muerto o herido y que
sólo hubo allí una baja, correspondiente a un
empleado sanitario que se asomó imprudentemente
por una ventana.
Cuando un jefe de Estado o quien pretende serlo
hace declaraciones al país, no habla por hablar:
alberga siempre algún propósito, persigue
siempre un efecto, lo anima siempre una
intención. Si ya nosotros habíamos sido
militarmente vencidos, si ya no significábamos
un peligro real para la dictadura, ¿por qué se
nos calumniaba de ese modo? Si no está claro que
era un discurso sangriento, si no es evidente
que se pretendía justificar los crímenes que se
estaban cometiendo desde la noche anterior y que
se irían a cometer después, que hablen por mí
los números: el 27 de julio, en su discurso
desde el polígono militar, Batista dijo que los
atacantes habíamos tenido treinta y dos muertos;
al finalizar la semana los muertos ascendían a
más de ochenta. ¿En qué batallas, en qué
lugares, en qué combates murieron esos jóvenes?
Antes de hablar Batista se habían asesinado más
de veinticinco prisioneros; después que habló
Batista se asesinaron cincuenta.
¡Qué sentido del honor tan grande el de esos
militares modestos, técnicos y profesionales del
Ejército, que al comparecer ante el tribunal no
desfiguraron los hechos y emitieron sus informes
ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son
militares que honran el uniforme, ésos sí son
hombres! Ni el militar verdadero ni el verdadero
hombre es capaz fe manchar su vida con la
mentira o el crimen. Yo sé que están
terriblemente indignados con los bárbaros
asesinatos que se cometieron, yo sé que sienten
con repugnancia y vergüenza el olor a sangre
homicida que impregna hasta la última piedra del
cuartel Moncada.
Emplazo al dictador a que repita ahora, si
puede, sus ruines calumnias por encima del
testimonio de esos honorables militares, lo
emplazo a que justifique ante el pueblo de Cuba
su discurso del 27 de julio, ¡que no se calle,
que hable!, que digan quiénes son los asesinos,
los despiadados, los inhumanos, que diga si la
Cruz de Honor que fue a ponerles en el pecho a
los héroes de la masacre era para premiar los
crímenes repugnantes que se cometieron; que
asuma desde ahora la responsabilidad ante la
historia y no pretenda decir después que fueron
los soldados sin órdenes suyas, que explique a
la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la
sangre! La nación necesita una explicación, la
nación lo demanda, la nación lo exige.
Se sabía que en 1933, al finalizar el combate
del hotel Nacional, algunos oficiales fueron
asesinados después de rendirse, lo cual motivó
una enérgica protesta de la revista Bohemia; se
sabía también que después de capitulado el
fuerte de Atarés las ametralladoras de los
sitiadores barrieron una fila de prisioneros y
que un soldado, preguntando quién era Blas
Hernández, lo asesinó disparándole un tiro en
pleno rostro, soldado que en premio de su
cobarde acción fue ascendido a oficial. Era
conocido que el asesinato de prisioneros está
fatalmente unido en la historia de Cuba al
nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que
no lo comprendimos claramente! Sin embargo, en
aquellas ocasiones los hechos ocurrieron en
cuestión de minutos, no más que lo de una ráfaga
de ametralladoras cuando los ánimos estaban
todavía exaltados, aunque nunca tendrá
justificación semejante proceder.
No fue así en Santiago de Cuba. Aquí todas las
formas de crueldad, ensañamiento y barbarie
fueron sobrepasadas. No se mató durante un
minuto, una hora o un día entero, sino que en
una semana completa, los golpes, las torturas,
los lanzamientos de azotea y los disparos no
cesaron un instante como instrumentos de
exterminio manejados por artesanos perfectos del
crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un
taller de tortura y de muerte, y unos hombres
indignos convirtieron el uniforme militar en
delantales de carniceros. Los muros se
salpicaron de sangre; en las paredes las balas
quedaron incrustadas con fragmentos de piel,
sesos y cabellos humanos, chamusqueados por los
disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió
de oscura y pegajosa sangre. Las manos
criminales que rigen los destinos de Cuba habían
escrito para los prisioneros a la entrada de
aquel antro de muerte, la inscripción del
infierno: "Dejad toda esperanza."
No cubrieron ni siquiera las apariencias, no se
preocuparon lo más mínimo por disimular lo que
estaban haciendo: creían haber engañado al
pueblo con sus mentiras y ellos mismos
terminaron engañándose. Se sintieron amos y
señores del universo, dueños absolutos de la
vida y la muerte humana. Así, el susto de la
madrugada lo disiparon en un festín de
cadáveres, en una verdadera borrachera de
sangre.
Las crónicas de nuestra historia, que arrancan
cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan muchos
hechos de crueldad, desde las matanzas de indios
indefensos, las atrocidades de los piratas que
asolaban las costas, las barbaridades de los
guerrilleros en la lucha de la independencia,
los fusilamientos de prisioneros cubanos por el
ejército de Weyler, los horrores del machadato,
hasta los crímenes de marzo del 35; pero con
ninguno se escribió una página sangrienta tan
triste y sombría, por el número de víctimas y
por la crueldad de sus victimarios, como en
Santiago de Cuba. Sólo un hombre en todos esos
siglos ha manchado de sangre dos épocas
distintas de nuestra existencia histórica y ha
clavado sus garras en la carne de dos
generaciones de cubanos. Y para derramar este
río de sangre sin precedentes esperó que
estuviésemos en el Centenario del Apóstol y
acabada de cumplir cincuenta años la república
que tantas vidas costó para la libertad, porque
pesa sobre un hombre que había gobernado ya como
amo durante once largos años este pueblo que por
tradición y sentimiento ama la libertad y
repudie el crimen con toda su alma, un hombre
que no ha sido, además, ni leal, ni sincero, ni
honrado, ni caballero un solo minuto de su vida
pública.
No fue suficiente la traición de enero de 1934,
los crímenes de marzo de 1935, y los cuarenta
millones de fortuna que coronaron la primera
etapa; era necesaria la traición de marzo de
1952, los crímenes de julio de 1953 y los
millones que sólo el tiempo dirá. Dante dividió
su infierno en nueve círculos: puso en el
séptimo a los criminales, puso en el octavo a
los ladrones y puso en el noveno a los
traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los
demonios para buscar un sitio adecuado al alma
de este hombre... si este hombre tuviera alma!
Quien alentó los hechos atroces de Santiago de
Cuba, no tiene entrañas siquiera.
Conozco muchos detalles de la forma en que se
realizaron esos crímenes por boca de algunos
militares que,. llenos de vergüenza, me
refirieron las escenas de que habían sido
testigos.
Terminado el combate se lanzaron como fieras
enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba
y contra la población indefensa saciaron las
primeras iras. En plena calle y muy lejos del
lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho
de un balazo a un niño inocente que jugaba junto
a la puerta de su casa, y cuando el padre se
acercó para recogerlo, le atravesaron la frente
con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su
casa con un cartucho de pan en las manos, lo
balacearon sin mediar palabra. Sería
interminable referir los crímenes y atropellos
que se cometieron contra la población civil. Y
si de esta forma actuaron con los que no habían
participado en la acción, ya puede suponerse la
horrible suerte que corrieron los prisioneros
participantes o que ellos creían que habían
participado: porque así como en esta causa
involucraron a muchas personas ajenas por
completo a los hechos, así también mataron a
muchos de los prisioneros detenidos que no
tenían nada que ver con el ataque; éstos no
están incluidos en las cifras de víctimas que
han dado, las cuales se refieren exclusivamente
a los hombres nuestros. Algún día se sabrá el
número total de inmolados.
El primer prisionero asesinado fue nuestro
médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba
armas ni uniforme y vestía su bata de galeno, un
hombre generoso y competente que hubiera
atendido con la misma devoción tanto al
adversario como al amigo herido. En el camino
del Hospital Civil al cuartel le dieron un tiro
por la espalda y allí lo dejaron tendido boca
abajo en un charco de sangre. Pero la matanza en
masa de prisioneros no comenzó hasta pasadas las
3:00 de la tarde. Hasta esa hora esperaron
órdenes. Llegó entonces de La Habana el general
Martín Díaz Tamayo, quien trajo instrucciones
concretas salidas de una reunión donde se
encontraban Batista, el jefe del Ejército, el
jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y oros. Dijo
que "era una vergüenza y un deshonor para el
Ejército haber tenido en el combate tres veces
más bajas que los atacantes y que había que
matar diez prisioneros por cada soldado muerto".
¡Ésta fue la orden!.
En todo grupo humano hay hombres que bajos
instintos, criminales natos, bestias portadoras
de todos los atavismos ancestrales revestidas de
forma humana, monstruos refrenados por la
disciplina y el hábito social, pero que si se
les da a beber sangre en un río no cesarán hasta
que los haya secado. Lo que estos hombres
necesitan precisamente era esa orden. En sus
manos precio lo mejor de Cuba: lo más valiente,
lo más honrado, lo más idealista. El tirano los
llamó mercenarios, y allí estaban ellos muriendo
como héroes en manos de hombres que cobran un
sueldo de la República y que con las armas que
ella les entregó para que la defendieran sirven
los intereses de una pandilla y asesinan a los
mejores ciudadanos.
En medio de las torturas les ofrecían la vida si
traicionando su posición ideológica se prestaban
a declarar falsamente que Prío les había dado el
dinero, y como ellos rechazaban indignados la
proposición, continuaban torturándolos
horriblemente. Les trituraron los testículos y
les arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó,
ni se oyó un lamento ni una súplica: aun cuando
los habían privado de sus órganos viriles,
seguían siendo mil veces más hombres que todos
sus verdugos juntos. Las fotografías no mientan
y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron
otros medios; no podían con el valor de los
hombres y probaron el valor de las mujeres. Con
un ojo humano ensangrentado en las manos se
presentaron un sargento y varios hombres en el
calabozo donde se encontraban las compañeras
Melba Hernández y Haydée Santamaría, y
dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le
dijeron: "Este es de tu hermano, si tú no dices
lo que no quiso decir, le arrancaremos el otro."
Ella, que quería a su valiente hermano por
encima de todas las cosas, les contestó llena de
dignidad: "Si ustedes le arrancaron un ojo y él
no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más tarde
volvieron y las quemaron en los brazos con
colillas encendidas, hasta que por último,
llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la
joven Haydée Santamaría: "Ya no tienes novio
porque te lo hemos matado también." Y ella les
contestó imperturbable otra vez: "Él no está
muerto, porque morir por la patria es vivir."
Nunca fue puesto en un lugar tan alto de
heroísmo y dignidad el nombre de la mujer
cubana.
No respetaron ni siquiera a los heridos en el
combate que estaban recluidos en distintos
hospitales de la ciudad, adonde los fueron a
buscar como buitres que siguen la presa. En el
Centro Gallego penetraron hasta el salón de
operaciones en el instante mismo que recibían
transfusión de sangre dos heridos graves; los
arrancaron de las mesas y como no podían estar
en pie, los llevaron arrastrando hasta la planta
baja donde llegaron cadáveres.
No pudieron hacer lo mismo en la Colonia
Española, donde estaban recluidos los compañeros
Gustavo Arcos y José Ponce, porque se los
impidió valientemente el doctor Posada
diciéndoles que tendrían que pasar sobre su
cadáver.
A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador
les inyectaron aire y alcanfor en las venas para
matarlos en el Hospital Militar. Deben sus vidas
al capitán Tamayo, médico del Ejército y
verdadero militar de honor, que a punta de
pistola se los arrebató a los verdugos y los
trasladó al Hospital Civil. Estos cinco jóvenes
fueron los únicos heridos que pudieron
sobrevivir.
Por las madrugadas eran sacados del campamento
grupos de hombres y trasladados en automóviles a
Siboney, La Maya, Songo y otros lugares, donde
se les bajaba atados y amordazados, ya
deformados por las torturas, para matarlos en
parajes solitarios. Después los hacían constar
como muertos en combate con el Ejército. Esto lo
hicieron durante varios días y muy pocos
prisioneros de los que iban siendo detenidos
sobrevivieron. A muchos los obligaron antes a
cavar su propia sepultura. Uno de los jóvenes,
cuando realizaba aquella operación, se volvió y
marcó en el rostro con la pica a uno de los
asesinos. A otros, inclusive, los enterraron
vivos con las manos atadas a la espalda. Muchos
lugares solitarios sirven de cementerio a los
valientes. Solamente en el campo de tiro del
Ejército hay cinco enterrados. Algún día serán
desenterrados y llevados en hombros del pueblo
hasta el monumento que, junto a la tumba de
Martí, la patria libre habrá de levantarles a
los "Mártires del Centenario".
El último joven que asesinaron en la zona de
Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían
detenido en una cueva en Siboney el jueves 30
por la mañana junto con el compañero Ciro
Redondo. Cuando los llevaban caminando por la
carretera con los brazos en alto, le dispararon
al primero un tiro por la espalda y ya en el
suelo lo remataron con varias descargas más. Al
segundo lo condujeron hasta el campamento;
cuando lo vio el comandante Pérez Chaumont
exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han traído!"
El tribunal pudo escuchar la narración del hecho
por boca de este joven que sobrevivió gracias a
lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez de
los soldados".
La consigna era general en toda la provincia.
Diez días después del 26, un periódico de esta
ciudad publicó la noticia de que, en la
carretera de Manzanillo a Bayamo, habían
aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se
supo que eran los cadáveres de Hugo Camejo y
Pedro Véliz. Allí también ocurrió algo
extraordinario; las víctimas eran tres; los
habían sacado del cuartel de Manzanillo a las
2:00 de la madrugada; en un punto de la
carretera los bajaron y después de golpearlos
hasta hacerles perder el sentido, los
estrangularon con una soga. Pero cuando ya los
habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés
García, recobró el sentido, buscó refugio en
casa de un campesino y gracias a ello también el
tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles
el crimen. Este joven fue el único sobreviviente
de todos los prisioneros que se hicieron en la
zona de Bayamo.
Cerca del río Cauto, en un lugar conocido por
Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego
los cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y
Andrés Valdés, asesinados a medianoche en el
camino de Alto Cedro a Palma Soriano por el
sargento Montes de Oca, jefe de puesto del
cuartel de Miranda, el cabo Maceo y el teniente
jefe de Alto Cedro, donde aquéllos fueron
detenidos.
En los anales del crimen merece mención de honor
el sargento Eulalio González, del cuartel
Moncada, apodado "El Tigre". Este hombre no
tenía después el menor empacho para jactarse de
sus tristes hazañas. Fue él quien con sus
propias manos asesinó a nuestro compañero Abel
Santamaría. Pero no estaba satisfecho. Un día en
que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos
patios sostiene una cría de gallos finos, montó
el mismo ómnibus donde viajaba la madre de Abel.
Cuando aquel monstruo comprendió de quien se
trataba, comenzó a referir en alta voz sus
proezas y dijo bien alto para que lo oyera la
señora vestida de luto: "Pues yo sí saqué muchos
ojos y pienso seguirlos sacando." Los sollozos
de aquella madre ante la afrenta cobarde que le
infería el propio asesino de su hijo, expresan
mejor que ninguna palabra el oprobio moral sin
precedentes que está sufriendo nuestra patria. A
esas mismas madres, cuando iban al cuartel
Moncada preguntando por sus hijos, con cinismo
inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!;
vaya a verlo al hotel Santa Ifigenia donde se lo
hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o los
responsables de estos hechos tendrán que sufrir
un escarmiento terrible! Hombres desalmados que
insultaban groseramente al pueblo cuando se
quitaban los sombreros al paso de los cadáveres
de los revolucionarios.
Tantas fueron las víctimas que todavía el
gobierno no se ha atrevido a dar las listas
completas, saben que las cifras no guardan
proporción alguna. Ellos tienen los nombres de
todos los muertos porque antes de asesinar a los
prisioneros les tomaban las generales. Todo ese
largo trámite de identificación a través del
Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay
familias que no saben todavía la suerte de sus
hijos. Si ya han pasado casi tres meses, ¿por
qué no se dice la última palabra?
Quiero hacer constar que a los cadáveres se les
registraron los bolsillos buscando hasta el
último centavo y se les despojó de las prendas
personales, anillos y relojes, que hoy están
usando descaradamente los asesinos.
Gran parte de lo que acabo de referir ya lo
sabíais vosotros, señores magistrados, por las
declaraciones de mis compañeros. Pero véase cómo
no han permitido venir a este juicio a muchos
testigos comprometedores y que en cambio
asistieron a las sesiones del otro juicio.
Faltaron, por ejemplo, todas las enfermeras del
Hospital Civil, pese a que están aquí al lado
nuestro, trabajando en el mismo edificio donde
se celebra esta sesión; no las dejaron
comparecer para que no pudieran afirmar ante el
tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí
fueron detenidos veinte hombres vivos, además
del doctor Mario Muñoz. Ellos temían que el
interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer
deducir por escrito testimonios muy peligrosos.
Pero vino el comandante Pérez Chaumont y no pudo
escapar. Lo que ocurrió con este héroe de
batallas contra hombres sin armas y maniatados,
da idea de lo que hubiera pasado en el Palacio
de Justicia si no me hubiesen secuestrado del
proceso. Le pregunté cuántos hombres nuestros
habían muerto en sus célebres combates de
Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin
que veintiuno. Como yo sé que esos combates no
ocurrieron nunca, le pregunté cuántos heridos
habíamos tenido. Me contestó que ninguno: todos
eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que
si el Ejército estaba usando armas atómicas.
Claro que donde hay asesinados a boca de jarro
no hay heridos. Le pregunté después cuántas
bajas había tenido el Ejército. Me contestó que
dos heridos. Le pregunté por último que si
alguno de esos heridos había muerto, y me dijo
que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los
heridos del Ejército y resultó que ninguno lo
había sido en Siboney. Ese mismo comandante
Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de
haber asesinado veintiún jóvenes indefensos, ha
construido en la playa de Ciudamar un palacio
que vale más de cien mil pesos. Sus ahorritos en
sólo unos meses de marzato. ¡Y si eso ha
ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado
los generales!.
Señores magistrados: ¿Dónde están nuestros
compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y 29 de
julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona
de Santiago de Cuba? solamente tres y las dos
muchachas han comparecido, los demás sancionados
fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde están
nuestros compañeros heridos? Solamente cinco han
aparecido: al resto lo asesinaron también. Las
cifras son irrebatibles. Por aquí, en cambio,
han desfilado veinte militares que fueron
prisioneros nuestros y que según sus propias
palabras no recibieron ni una ofensa. Por aquí
han desfilado treinta heridos del Ejército,
muchos de ellos en combates callejeros, y
ninguno fue rematado. Si el Ejército tuvo
diecinueve muertos y treinta heridos, ¿cómo es
posible que nosotros hayamos tenido ochenta
muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca
combates de veintiún muertos y ningún herido
como los famosos de Pérez Chaumont?
Ahí están las cifras de bajas en los recios
combates de la Columna Invasora en la guerra del
95, tanto aquellos en que salieron victoriosas
como en los que fueron vencidas las armas
cubanas: combate de Los Indios, en Las Villas:
doce heridos, ningún muerto; combate de Mal
Tiempo: cuatro muertos, veintitrés heridos;
combate de Calimete: dieciséis muertos, sesenta
y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y
nueve muertos, ochenta y ocho heridos; combate
de Cacarajícara: cinco muertos, trece heridos;
combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y
cinco heridos; combate de San Gabriel del
Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos... en
todos absolutamente el número de heridos es dos
veces, tres veces y hasta diez veces mayor que
el de muertos. No existían entonces los modernos
adelantos de la ciencia médica que disminuyen la
proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la
fabulosa proporción de dieciséis muertos por un
herido, si no es rematando a éstos en los mismos
hospitales y asesinando después a los indefensos
prisioneros? Estos números hablan sin réplica
posible.
"Es una vergüenza y un deshonor para el Ejército
haber tenido en el combate tres veces más bajas
que los atacantes; hay que matar diez
prisioneros por cada soldado muerto..." Ése es
el concepto que tienen del honor los cabos
furrieles ascendidos a generales del 10 de
marzo, y ése es el honor que le quieren imponer
al Ejército nacional. Honor falso, honor
fingido, honor de apariencia que se basa en la
mentira, la hipocresía y el crimen; asesinos que
amasan con sangre una careta de honor. ¿Quién
les dijo que morir peleando es un deshonor?
¿Quién les dijo que el honor de un Ejército
consiste en asesinar heridos y prisioneros de
guerra?
En las guerras los ejércitos que asesinan a los
prisioneros se han ganado siempre el desprecio y
la execración del mundo. Tamaña cobardía no
tiene justificación ni aun tratándose de
enemigos de la patria invadiendo el territorio
nacional. Como escribió un libertador de la
América del Sur, "ni la más estricta obediencia
militar puede cambiar la espada del soldado en
cuchilla de verdugo." El militar de honor no
asesina al prisionero indefenso después del
combate, sino que lo respeta; no remata al
herido, sino que lo ayuda; impide el crimen y si
no puede impedirlo hace como aquel capitán
español que al sentir los disparos con que
fusilaban a los estudiantes quebró indignado su
espada y renunció a seguir sirviendo a aquel
ejército.
Los que asesinaron a los prisioneros no se
comportaron como dignos compañeros de los que
murieron. Yo vi muchos soldados combatir con
magnífico valor, como aquéllos de la patrulla
que dispararon contra nosotros sus
ametralladoras en un combate casi cuerpo a
cuerpo o aquel sargento que desafiando la muerte
se apoderó de la alarma para movilizar el
campamento. Unos están vivos, me alegro; otros
están muertos; sólo siento que hombres valerosos
caigan defendiendo una mala causa. Cuando Cuba
sea libre, debe respetar, amparar y ayudar
también a las mujeres y los hijos de los
valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos
son inocentes de las desgracias de Cuba, ellos
son otras tantas víctimas de esta nefasta
situación.
Pero el honor que ganaron los soldados para las
armas murieron en combate lo mancillaron los
generales mandando asesinar prisioneros después
del combate. Hombres que se hicieron generales
de la madrugada al amanecer sin haber disparado
un tiro, que compraron sus estrellas con alta
traición a la República, que mandan asesinar los
prisioneros de un combate en que no
participaron: ésos son los generales del 10 de
marzo, generales que no habrían servido ni para
arrear las mulas que cargaban la impedimenta del
Ejército de Antonio Maceo.
Si el Ejército tuvo tres veces más bajas que
nosotros fue porque nuestros hombres estaban
magníficamente entrenados, como ellos mismos
dijeron, y porque se habían tomado medidas
tácticas adecuadas como ellos mismos
reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel
más brillante, si fue totalmente sorprendido
pese a los millones que se gasta el SIM en
espionaje, si sus granadas de mano no explotaron
porque estaban viejas, se debe a que tiene
generales como Martín Díaz Tamayo y coroneles
como Ugalde Carrillo y Alberto del Río Chaviano.
No fueron diecisiete traidores metidos en las
filas del Ejército como el 10 de marzo, sino
ciento sesenta y cinco hombres que atravesaron
la Isla de un extrema a otro para afrontar la
muerte a cara descubierta. Si esos jefes
hubieran tenido honor militar habrían renunciado
a sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su
incapacidad personal en la sangre de los
prisioneros.
Matar prisioneros indefensos y después decir que
fueron muertos en combate, ésa es toda la
capacidad militar de los generales del 10 de
marzo. Así actuaban en los años más crueles de
nuestra guerra de independencia los peores
matones de Valeriano Weyler. Las Crónicas de la
guerra nos narran el siguiente pasaje: "El día
23 de febrero entró en Punta Brava el oficial
Baldomero Acosta con alguna caballería, al
tiempo que, por el camino opuesto, acudía un
pelotón del regimiento Pizarro al mando de un
sargento, allí conocido por Barriguilla. Los
insurrectos cambiaron algunos tiros con la gente
de Pizarro, y se retiraron por el camino que une
a Punta Brava con el caserío de Guatao. A los
cincuenta hombres de Pizarro seguía una compañía
de voluntarios de Marianao y otra del cuerpo de
Orden Público, al mando del capitán Calvo [...]
Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la
vanguardia en el caserío se inició la matanza
contra el vecindario pacífico; asesinaron a doce
habitantes del lugar. [...] Con la mayor
celeridad la columna que mandaba el capitán
Calvo, echó mano a todos os vecinos que corrían
por el pueblo, y amarrándolos fuertemente en
calidad de prisioneros de guerra, los hizo
marchar para La Habana. [...] No saciados aún
con los atropellos cometidos en las afueras de
Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución
que ocasionó la muerte a uno de los presos y
terribles heridas a los demás. El marqués de
Cervera, militar palatino y follón, comunicó a
Weyler la costosísima victoria obtenida por las
armas españolas; pero el comandante Zugasti,
hombre de pundonor, denunció al gobierno lo
sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos
pacíficos las muertes perpetradas por el
facineroso capitán Calvo y el sargento
Barriguilla.
"La intervención de Weyler en este horrible
suceso y su alborozo al conocer los pormenores
de la matanza, se descubre de un modo palpable
en el despacho oficial que dirigió al ministro
de la Guerra a raíz de la cruenta inmolación.
"Pequeña columna organizada por comandante
militar Marianao con fuerzas de la guarnición,
voluntarios y bomberos a las órdenes del capitán
Calvo de Orden público, batió, destrozándolas,
partidas de Villanueva y Baldomero Acosta cerca
de Punta Brava (Guatao), causándoles veinte
muertos, que entregó, para su enterramiento al
alcalde Guatao, haciéndoles quince prisioneros,
entre ellos un herido [...] y suponiendo llevan
muchos heridos; nosotros tuvimos un herido
grave, varios leves y contusos. Weyler"."
¿En qué se diferencia este parte de guerra de
Weyler de los partes del coronel Chaviano dando
cuenta de las victorias del comandante Pérez
Chaumont? Sólo en que Weyler comunicó veinte
muertos y Chaviano comunicó veintiuno; Weyler
menciona un soldado herido en sus filas,
Chaviano menciona dos; Weyler habla de un herido
y quince prisioneros en el campo enemigo,
Chaviano no habla de heridos ni prisioneros.
Igual que admiré el valor de los soldados que
supieron morir, admiro y reconozco que muchos
militares se portaron dignamente y no se
mancharon las manos en aquella orgía de sangre.
No pocos prisioneros que sobrevivieron les deben
la vida a la actitud honorable de militares como
el teniente Sarría, el teniente Camps, el
capitán Tamayo y otros que custodiaron
caballerosamente a los detenidos. Si hombres
como ésos no hubiesen salvado en parte el honor
de las Fuerzas Armadas, hoy sería más honroso
llevar arriba un trapo de cocina que un
uniforme.
Para mis compañeros muertos no clamo venganza.
Como sus vidas no tenían precio, no podrían
pagarlas con las suyas todos los criminales
juntos. No es con sangre como pueden pagarse las
vidas de los jóvenes que mueren por el bien de
un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el
único precio digno que puede pagarse por ellas.
Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni
muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores
han de ver aterrorizados cómo surge de sus
cadáveres heroicos el espectro victorioso de su
ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un
límite al llanto sobre las sepulturas de los
muertos, y es el amor infinito a la patria y a
la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que
no teme ni se abata ni se debilita jamás; porque
los cuerpos de los mártires son el altar más
hermoso de la honra."
[...] Cuando se muere
En brazos de la patria agradecida,
La muerte acaba, la prisión se rompe;
¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!
Hasta aquí me he concretado casi exclusivamente
a los hechos. Como no olvido que estoy delante
de un tribunal de justicia que me juzga,
demostraré ahora que únicamente de nuestra parte
está el derecho y que la sanción impuesta a mis
compañeros y la que se pretende imponerme no
tiene justificación ante la razón, ante la
sociedad y ante la verdadera justicia.
Quiero ser personalmente respetuoso con los
señores magistrados y os agradezco que no veáis
en la rudeza de mis verdades ninguna
animadversión contra vosotros. Mis razonamientos
van encaminados sólo a demostrar lo falso y
erróneo de la posición adoptada en la presente
situación por todo el Poder Judicial, del cual
cada tribunal no es más que una simple pieza
obligada a marchar, hasta cierto punto, por el
mismo sendero que traza la máquina, sin que
ellos justifique, desde luego, a ningún hombre a
actuar contra sus principios. Sé perfectamente
que la máxima responsabilidad le cabe a la alta
oligarquía que sin un gesto digno se plegó
servilmente a los dictados del usurpador
traicionando a la nación y renunciando a la
independencia del Poder Judicial. Excepciones
honrosas han tratado de remendar el maltrecho
honor con votos particulares, pero el gesto de
la exigua minoría apenas ha trascendido, ahogado
por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas.
Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá
exponer la razón que me asiste. Si el traerme
ante este tribunal no es más que pura comedia
para darle apariencia de legalidad y justicia a
lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano
firme el velo infame que cubre tanta
desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que
me traen ante vosotros para que se me juzgue y
condene no han acatado una sola orden de este
tribunal.
Si este juicio, como habéis dicho, es el más
importante que se ha ventilado ante un tribunal
desde que se instauró la República, lo que yo
diga aquí quizás se pierda en la conjura de
silencio que me ha querido imponer la dictadura,
pero sobre lo que vosotros hagáis, la posteridad
volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora
estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a
su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas,
cuantas veces el presente sea sometido a la
crítica demoledora del futuro. Entonces lo que
yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque
se haya escuchado de mi boca, sino porque el
problema de la justicia es eterno, y por encima
de las opiniones de los jurisconsultos y
teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo
sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla
pero implacable, reñida con todo lo absurdo y
contradictorio, y si alguno, además, aborrece
con toda su alma el privilegio y la desigualdad,
ése es el pueblo cubano. Sabe que la justicia se
representa con una doncella, una balanza y una
espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y
blandir furiosamente el arma sobre otros, se la
imaginará entonces como una mujer prostituida
esgrimiendo un puñal. Mi lógica, es la lógica
sencilla del pueblo.
Os voy a referir una historia. Había una vez una
república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus
libertades, Presidente, Congreso, tribunales;
todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar
y escribir con entera libertad. El gobierno no
satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía
cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para
hacerlo. Existía una opinión pública respetada y
acatada y todos los problemas de interés
colectivo eran discutidos libremente. Había
partidos políticos, horas doctrinales de radio,
programas polémicos de televisión, actos
públicos, y en el pueblo palpitaba el
entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si
no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a
ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba
el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente
que éste no podría volver; estaba orgulloso de
su amor a la libertad y vivía engreído de que
ella sería respetada como cosa sagrada; sentía
una noble confianza en la seguridad de que nadie
se atrevería a cometer el crimen de atentar
contra sus instituciones democráticas. Deseaba
un cambio, una mejora, un avance, y lo veía
cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.
¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se
despertó estremecida; a las sombras de la noche
los espectros del pasado se habían conjurado
mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada
por las manos, por los pies y por el cuello.
Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces,
aquellas guadañas de muerte, aquellas botas...
No; no era una pesadilla; se trataba de la
triste y terrible realidad: un hombre llamado
Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible
crimen que nadie esperaba.
Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de
aquel pueblo, que quería creer en las leyes de
la República y en la integridad de sus
magistrados a quienes había visto ensañarse
muchas veces contra los infelices, buscó un
Código de Defensa Social para ver qué castigos
prescribía la sociedad para el autor de
semejante hecho, y encontró lo siguiente:
"Incurrirá en una sanción de privación de
libertad de seis a diez años el que ejecutare
cualquier hecho encaminado directamente a
cambiar en todo o en parte, por medio de la
violencia, la Constitución del Estado o la forma
de gobierno establecida."
"Se impondrá una sanción de privación de
libertad de tres a diez años al autor de un
hecho dirigido a promover un alzamiento de
gentes armadas contra los Poderes
Constitucionales del Estado. La sanción será de
privación de libertad de cinco a veinte años si
se llevare a efecto la insurrección".
"El que ejecutare un hecho con el fin
determinado de impedir, en todo o en parte,
aunque fuere temporalmente al Senado, a la
cámara de Representantes, al Representantes, al
Presidente de la República o al Tribunal Supremo
de Justicia, el ejercicio de sus funciones
constitucionales, incurrirá en un sanción de
privación de libertad de seis a diez años.
"El que tratare de impedir o estorbar la
celebración de elecciones generales; [...]
incurrirá en una sanción de privación de
libertad de cuatro a ocho años.
"El que introdujere, publicare, propagare o
tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho,
orden o decreto que tienda [...] a provocar la
inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá
en una sanción de privación de libertad de dos
años a seis años."
"El que sin facultad legar para ello ni orden
del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas,
fortalezas, puestos militares, poblaciones o
barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una
sanción de privación de libertad de cinco a diez
años.
"Igual sanción se impondrá al que usurpare el
ejercicio de una función atribuida por la
Constitución como propia de alguno de los
Poderes del Estado."
Sin decir una palabra a nadie, con el Código en
una mano y los papeles en otra, el mencionado
ciudadano se presentó en el viejo caserón de la
capital donde funcionaba el tribunal competente,
que estaba en la obligación de promover causa y
castigar a los responsables de aquel hecho, y
presentó un escrito denunciando los delitos y
pidiendo para Fulgencio Batista y sus diecisiete
cómplices la sanción de ciento ocho años de
cárcel como ordenaba imponerle el Código de
Defensa Social con todas las agravantes de
reincidencia, alevosía y nocturnidad.
Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué
decepción! El acusado no era molestado, se
paseaba por la República como un amo, lo
llamaban honorable señor y general, quitó y puso
magistrados, y nada menos que el día de la
apertura de los tribunales se vio al reo sentado
en el lugar de honor, entre los augustos y
venerables patriarcas de nuestra justicia.
Pasaron otra vez los días y los meses. El pueblo
se cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se
cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre
que estaba fuera de la ley, que había ocupado el
poder por la violencia, contra la voluntad del
pueblo y agrediendo el orden legal, torturó,
asesinó, encarceló y acusó ante los tribunales a
los que habían ido a luchar por la ley y
devolverle al pueblo su libertad.
Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano
humilde que un día presentó inútilmente ante los
tribunales para pedirles que castigaran a los
ambiciosos que violaron las leyes e hicieron
trizas nuestras instituciones,, y ahora, cuando
es a mí a quien se acusa de querer derrocar este
régimen ilegal y restablecer la Constitución
legítima de la República, se me tiene setenta y
seis días incomunicado en una celda, sin hablar
con nadie ni ver siquiera a mi hijo; se me
conduce por la ciudad entre dos ametralladoras
de trípode, se me traslada a este hospital para
juzgarme secretamente con toda severidad y un
fiscal con el Código en la mano, muy
solemnemente, pide para mí veintiséis años de
cárcel.
Me diréis que aquella vez los magistrados de la
República no actuaron porque se lo impedía la
fuerza; entonces, confesadlo: esta vez también
la fuerza os obligará a condenarme. La primera
no pudisteis castigar al culpable; la segunda,
tendréis que castigar al inocente. La doncella
de la justicia, dos veces violada por la fuerza.
¡Y cuánta charlatanería para justificar lo
injustificable, explicar lo inexplicable y
conciliar lo inconciliable! Hasta que han dado
por fin en afirmar, como suprema razón, que el
hecho crea el derecho. Es decir que el hecho de
haber lanzado los tanques y los soldados a la
calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la
Tesorería de la República y los demás edificios
oficiales, y apuntar con las armas al corazón
del pueblo, crea el derecho a gobernarlo. El
mismo argumento pudieron utilizar los nazis que
ocuparon las naciones de Europa e instalaron en
ellas gobiernos de títeres.
Admito y creo que la revolución sea fuerte de
derecho; pero no podrá llamarse jamás revolución
al asalto nocturno a mano armada del 10 de
marzo. En el lenguaje vulgar, como dijo José
Ingenieros, suele darse el nombre de revolución
a los pequeños desórdenes que un grupo de
insatisfechos promueve para quitar a los hartos
sus prebendas políticas o sus ventajas
económicas, resolviéndose generalmente en
cambios de unos hombres por otros, en un reparto
nuevo de empleos y beneficios. Ése no es el
criterio del filósofo de la historia, no puede
ser el del hombre de estudio.
No ya en el sentido de cambios profundos en el
organismos social, ni siquiera en la superficie
del pantano público se vio mover una ola que
agitase la podredumbre reinante. Si en el
régimen anterior había politiquería, ha
multiplicado por diez el pillaje y ha duplicado
por cien la falta de respeto a la vida humana.
Se sabía que Barriguilla había robado y había
asesinado, que era millonario, que tenía en la
capital muchos edificios de apartamentos,
acciones numerosas en compañías extranjeras,
cuentas fabulosas en bancos norteamericanos, que
repartió bienes gananciales por dieciocho
millones de pesos, que se hospedaba en el más
lujoso hotel de los millonarios yanquis, pero lo
que nunca podrá creer nadie es que Barriguilla
fuera revolucionario. Barriguilla es el sargento
de Weyler que asesinó doce cubanos en el
Guatao... En Santiago de Cuba fueron setenta. De
te fabula narratur.
Cuatro partidos políticos gobernaban el país
antes del 10 de marzo: Auténtico, Liberal,
Demócrata y Republicano. A los dos días del
golpe se adhirió el Republicano; no había pasado
un año todavía y ya el Liberal y el Demócrata
estaban otra vez en el poder, Batista no
restablecía la Constitución, no restablecía las
libertades públicas, no restablecía el Congreso,
no restablecía el voto directo, no restablecía
en fin ninguna de las instituciones democráticas
arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja,
Guas Inclán, Salvito García Ramos, Anaya
Murillo, y con los altos jerarcas de los
partidos tradicionales en el gobierno, a lo más
corrompido, rapaz, conservador y antediluviano
de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de
Barriguilla!
Ausente del más elemental contenido
revolucionario, el régimen de Batista ha
significado en todos los órdenes un retroceso de
veinte años para Cuba. Todo el mundo ha tenido
que pagar bien caro su regreso, pero
principalmente las clases humildes que están
pasando hambre y miseria mientras la dictadura
que ha arruinado al país con la conmoción, la
ineptitud y la zozobra, se dedica a la más
repugnante politiquería, inventando fórmulas y
más fórmulas de perpetuarse en el poder aunque
tenga que ser sobre un montón de cadáveres y un
mar de sangre.
Ni una sola iniciativa valiente ha sido dictada.
Batista vive entregado de pies y manos a los
grandes intereses, y no podía ser de otro modo,
por su mentalidad, por la carencia total de
ideología y de principios, por la ausencia
absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de
las masas. Fue un simple cambio de manos y un
reparto de botín entre los amigos, parientes,
cómplices y la rémora de parásitos voraces que
integran el andamiaje político del dictador.
¡Cuántos oprobios se le han hecho sufrir al
pueblo para que un grupito de egoístas que no
sienten por la patria la menor consideración
puedan encontrar en la cosa pública un modus
vivendi fácil y cómodo!.
¡Con cuánta razón dijo Eduardo Chibás en su
postrer discurso que Batista alentaba el regreso
de los coroneles, del palmacristi y de la ley de
fuga! De inmediato después del 10 de marzo
comenzaron a producirse otra vez actos
verdaderamente vandálicos que se creían
desterrados para siempre en Cuba: el asalto a la
Universidad del Aire, atentado sin precedentes a
una institución cultural, donde los gangsters
del SIM se mezclaron con los mocosos de la
juventud del PAU; el secuestro del periodista
Mario Kuchilán, arrancado en plena noche de su
hogar y torturado salvajemente hasta dejarlo
casi desconocido; el asesinato del estudiante
Rubén Batista y las descargas criminales contra
una pacífica manifestación estudiantil junto al
mismo paredón donde los voluntarios fusilaron a
los estudiantes del 71; hombres que arrojaron la
sangre de los pulmones ante los mismos
tribunales de justicia por las bárbaras torturas
que les habían aplicado en los cuerpos
represivos, como en el proceso del doctor García
Bárcena. Y no voy a referir aquí los centenares
de casos en que grupos de ciudadanos han sido
apaleados brutalmente sin distinción de hombres
o mujeres, jóvenes o viejos. Todo esto antes del
26 de julio. Después, ya se sabe, ni siquiera el
cardenal Arteaga se libró de actos de esta
naturaleza. Todo el mundo sabe que fue víctima
de los agentes represivos. Oficialmente
afirmaron que era obra de una banda de ladrones.
Por una vez dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es
este régimen?...
La ciudadanía acaba de contemplar horrorizada el
caso del periodista que estuvo secuestrado y
sometido a torturas de fuego durante veinte
días. En cada hecho un cinismo inaudito, una
hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la
responsabilidad y culpar invariablemente a los
enemigos del régimen. Procedimientos de gobierno
que no tienen nada que envidiarle a la peor
pandilla de gangster. Hitler asumió la
responsabilidad por las matanzas del 30 de junio
de 1934 diciendo que había sido durante 24 horas
el Tribunal Supremo de Alemania; los esbirros de
esta dictadura, que no cabe compararla con
ninguna otra por la baja, ruin y cobarde,
secuestran, torturan, asesinan, y después culpan
canallescamente a los adversarios del régimen.
Son los métodos típicos del sargento
Barriguilla.
En todos estos hechos que he mencionado, señores
magistrados, ni una sola vez han aparecido los
responsables para ser juzgados por los
tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el régimen del
orden, de la paz pública y el respeto a la vida
humana?
Si todo esto he referido es para que se me diga
si tal situación puede llamarse revolución
engendradora de derecho; si es o no lícito
luchar contra ella; si no han de estar muy
prostituidos los tribunales de la República para
enviar a la cárcel a los ciudadanos que quieren
librar a su patria de tanta infamia.
Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso
despotismo, y vosotros no ignoráis que la
resistencia frente al despotismo es legítima;
éste es un principio universalmente reconocido y
nuestra Constitución de 1940 lo consagró
expresamente en el párrafo segundo del artículo
40: "Es legítima la resistencia adecuada para la
protección de los derechos individuales
garantizados anteriormente." Más, aun cuando no
lo hubiese consagrado nuestra ley fundamental,
es supuesto sin el cual no puede concebirse la
existencia de una colectividad democrática. El
profesor Infiesta en su libro de derecho
constitucional establece una diferencia entre
Constitución Política y Constitución Jurídica, y
dice que "a veces se incluyen en la Constitución
Jurídica principios constitucionales que, sin
ello, obligarían igualmente por el
consentimiento del pueblo, como los principios
de la mayoría o de la representación en nuestras
democracias". El derecho de insurrección frente
a la tiranía es uno de esos principios que, esté
o no esté incluido dentro de la Constitución
Jurídica, tiene siempre plena vigencia en una
sociedad democrática. El planteamiento de esta
cuestión ante un tribunal de justicia es uno de
los problemas más interesantes del derecho
público. Duguit ha dicho en su Tratado de
Derecho Constitucional que "si la insurrección
fracasa, no existirá tribunal que ose declarar
que no hubo conspiración o atentado contra la
seguridad del Estado porque el gobierno era
tiránico y la intención de derribarlo era
legítima". Pero fijaos bien que no dice "el
tribunal no deberá", sino que "no existirá
tribunal que ose declarar"; más claramente, que
no habrá tribunal que se atreva, que no habrá
tribunal lo suficientemente valiente para
hacerlo bajo una tiranía. La cuestión no admite
alternativa; si el tribunal es valiente y cumple
con su deber, se atreverá.
Se acaba de discutir ruidosamente la vigencia de
la Constitución de 1940; el Tribunal de
Garantías Constitucionales y Sociales falló en
contra de ella y a favor de los Estatutos; sin
embargo, señores magistrados, yo sostengo que la
constitución de 1940 sigue vigente. Mi
afirmación podrá parecer absurda y extemporánea;
pero no os asombréis, soy yo quien se asombra de
que un tribunal de derecho haya intentado darle
un vil cuartelazo a la Constitución legítima de
la República. Como hasta aquí, ajustándome
rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la
razón, demostraré lo que acabo de afirmar. El
Tribunal de Garantías Constitucionales y
Sociales fue instituido por el artículo 172 de
la Constitución de 1940, complementado por la
Ley Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949.
Estas leyes, en virtud de las cuales fue creado,
le concedieron, en materia de
inconstitucionalidad, una competencia específica
y determinada: resolver los recursos de
inconstitucionalidad contra las leyes,
decretos-leyes, resoluciones o actos que
nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los
derechos y garantías constitucionales o que
impidan el libre funcionamiento de los órganos
del Estado. En el artículo 194 se establecía
bien claramente: "Los jueces y tribunales están
obligados a resolver los conflictos entre las
leyes vigentes y la Constitución ajustándose al
principio de que ésta prevalezca siempre sobre
aquéllas." De acuerdo, pues, con las leyes que
le dieron origen, el Tribunal de Garantías
Constitucionales y Sociales debía resolver
siempre a favor de la Constitución. Si ese
tribunal hizo prevalecer los Estatutos por
encima de la Constitución de la República se
salió por completo de su competencia y
facultades, realizando, por tanto, un acto
jurídicamente nulo. La decisión en sí misma,
además, es absurda y lo absurdo no tiene
vigencia ni de hecho ni de derecho, no existe ni
siquiera metafísicamente. Por muy venerable que
sea un tribunal no podrá decir que el círculo es
cuadrado, o, lo que es igual, que el engendro
grotesco del 4 de abril puede llamarse
Constitución de un Estado.
Entendemos por Constitución la ley fundamental y
suprema de una nación, que define su estructura
política, regula el funcionamiento de los
órganos del Estado y pone límites a sus
actividades, ha de ser estable, duradera y más
bien rígida. Los Estatutos no llenan ninguno de
estos requisitos. Primeramente encierran una
contradicción monstruosa, descarada y cínica en
lo más esencial, que es lo referente a la
integración de la República y el principio de la
soberanía. El artículo 1 dice: "Cuba es un
Estado independiente y soberano organizado como
República democrática..." El Presidente de la
República será designado por el Consejo de
Ministros. ¿Y quién elige el Consejo de
Ministros? El artículo 120, inciso 13:
"Corresponde al Presidente nombrar y renovar
libremente a los ministros, sustituyéndolos en
las oportunidades que proceda." ¿Quién elige a
quién por fin? ¿No es éste el clásico problema
del huevo y la gallina que nadie ha resuelto
todavía?
Un día se reunieron dieciocho aventureros. El
plan era asaltar la República con su presupuesto
de trescientos cincuenta millones. Al amparo de
la traición y de las sombras consiguieron su
propósito: "¿Y ahora qué hacemos?" Uno de ellos
les dijo a los otros: "Ustedes me nombran primer
ministro y yo los nombro generales." Hecho esto
buscó veinte alabarderos y les dijo: "Yo los
nombro ministros y ustedes me nombran
presidente." Así se nombraron unos a otros
generales, ministros, presidente y se quedaron
con el Tesoro y la República.
Y no es que se tratara de la usurpación de la
soberanía por una sola vez para nombrar
ministros, generales y presidente, sino que un
hombre se declaró en unos estatutos dueño
absoluto, no ya de la soberanía, sino de la vida
y la muerte de cada ciudadano y de la existencia
misma de la nación. Por eso sostengo que no
solamente es traidora, vil, cobarde y repugnante
la actitud del Tribunal de Garantías
Constitucionales y Sociales, sino también
absurda.
Hay en los Estatutos un artículo que ha pasado
bastante inadvertido pero es el que da la clave
de esta situación y del cual vamos a sacar
conclusiones decisivas. Me refiero a la cláusula
de reforma contenida en el artículo 257 y que
dice textualmente: "Esta Ley Constitucional
podrá ser reformada por el Consejo de Ministros
con un quórum de las dos terceras partes de sus
miembros." Aquí la burla llegó al colmo. No es
sólo que hayan ejercido la soberanía para
imponer al pueblo una Constitución sin contar
con su consentimiento y elegir un gobierno que
concentra en sus manos todos los poderes, sino
que por el artículo 257 hacen suyo
definitivamente el atributo más esencial de la
soberanía que es la facultad de reformar la ley
suprema y fundamental de la nación, cosa que han
hecho ya varias veces desde el 10 de marzo,
aunque afirman con el mayor cinismo del mundo en
el artículo 2 que la soberanía reside en el
pueblo y de él dimanan todos los poderes. Si
para realizar estas reformas basta la
conformidad del Consejo de Ministros, queda
entonces en manos de un solo hombre el derecho
de hacer y deshacer la República, un hombre que
es además el más indigno de los que han nacido
en esta tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el
Tribunal de Garantías Constitucionales, y es
válido y es legal todo lo que ello se derive?
Pues bien, veréis lo que aceptó: "Esta Ley
Constitucional podrá ser reformada por el
Consejo de Ministros con un quórum de las dos
terceras partes de sus miembros." Tal facultad
no reconoce límites; al amparo de ella cualquier
artículo, cualquier capítulo, cualquier título,
la ley entera puede ser modificada. El artículo
1, por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba
es un Estado independiente y soberano organizado
como República democrática —"aunque de hecho sea
hoy una satrapía sangrienta"—; el artículo 3
dice que "el territorio de la República está
integrado por la Isla de Cuba, la Isla de Pinos
y las demás islas y cayos adyacentes..."; así
sucesivamente. Batista y su Consejo de
Ministros, al amparo del artículo 257, pueden
modificar todos esos atributos, decir que Cuba
no es ya una República, sino una Monarquía
Hereditaria y ungirse él, Fulgencio Batista,
Rey; pueden desmembrar el territorio nacional y
vender una provincia a un país extraño como hizo
Napoleón con la Louisiana; pueden suspender el
derecho a la vida y, como Herodes, mandar a
degollar los niños recién nacidos: todas estas
medidas serían legales y vosotros tendríais que
enviar a la cárcel a todo el que se opusiera,
como pretendéis hacer conmigo en estos momentos.
He puesto ejemplos extremos para que se
comprenda mejor lo triste y humillante que se
nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas
en manos de hombres que de verdad son capaces de
vender la República con todos sus habitantes!
Si el Tribunal de Garantías Constitucionales
aceptó semejante situación, ¿qué espera para
colgar las togas? Es un principio elemental de
derecho público que no existe la
constitucionalidad allí donde el Poder
Constituye y el Poder Legislativo residen en el
mismo organismo. Si el Consejo de Ministros hace
las leyes, los decretos, los reglamentos y al
mismo tiempo tiene facultad de modificar la
Constitución en diez minutos, ¡maldita la falta
que nos hace un Tribunal de Garantías
Constitucionales! Su fallo es, pues, irracional,
inconcebible, contrario a la lógica y a las
leyes de la República, que vosotros, señores
magistrados, jurasteis defender. Al fallar a
favor de los Estatutos no quedó abolida nuestra
ley suprema; sino que el Tribunal de Garantías
Constitucionales y Sociales se puso fuera de la
Constitución, renunció a sus fueros, se suicidó
jurídicamente. ¡Qué en paz descanse!
El derecho de resistencia que establece el
artículo 40 de esa Constitución está plenamente
vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras
la República marchaba normalmente? No, porque
era para la Constitución lo que un bote
salvavidas es para una nave en alta mar, que no
se lanza al agua sino cuando la nave ha sido
torpedeada por enemigos emboscados en su ruta.
Traicionada la Constitución de la República y
arrebatadas al pueblo todas sus prerrogativas,
sólo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza
le puede quitar, el derecho a resistir a la
opresión y a la injusticia. Si alguna duda
queda, aquí está un artículo del Código de
Defensa Social, que no debió olvidar el señor
fiscal, el cual dice textualmente: "Las
autoridades de nombramiento del Gobierno o por
elección popular que no hubieren resistido a la
insurrección por todos los medios que estuvieren
a su alcance, incurrirán en una sanción de
interdicción especial de seis a diez años." Era
obligación de los magistrados de la República
resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo.
Se comprende perfectamente que cuando nadie ha
cumplido con la ley, cuando nadie ha cumplido el
deber, se envía a la cárcel a los únicos que han
cumplido con la ley y el deber.
No podréis negarme que el régimen de gobierno
que se le ha impuesto a la nación es indigno de
su tradición y de su historia. En su libro. El
espíritu de las leyes, que sirvió de fundamento
a la moderna división de poderes, Montesquieu
distingue por su naturaleza tres tipos de
gobierno: "el Republicano, en que el pueblo
entero o una parte del pueblo tiene el poder
soberano; el Monárquico, en que uno solo
gobierna pero con arreglo a Leyes fijas y
determinadas; y el Despótico, en que uno solo,
sin Ley y sin regla, lo hace todo sin más que su
voluntad y su capricho." Luego añade: "Un hombre
al que sus cinco sentidos le dicen sin cesar que
lo es todo, y que los demás no son nada, es
naturalmente ignorante, perezoso, voluptuoso."
"Así como es necesaria la virtud en una
democracia, el honor en una monarquía, hace
falta el temor en un gobierno despótico; en
cuanto a la virtud, no es necesaria, y en cuanto
al honor, sería peligroso."
El derecho de rebelión contra el despotismo,
señores magistrados, ha sido reconocido, desde
la más lejana antigüedad hasta el presente, por
hombres de todas las doctrinas, de todas las
ideas y todas las creencias.
En las monarquías teocráticas de las más remota
antigüedad china, era prácticamente un principio
constitucional que cuando el rey gobernase torpe
y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado
por un príncipe virtuoso.
Los pensadores de la antigua India ampararon la
resistencia activa frente a las arbitrariedades
de la autoridad. Justificaron la revolución y
llevaron muchas veces sus teorías a la práctica.
Uno de sus guías espirituales decía que "una
opinión sostenida por muchos es más fuerte que
el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras
es suficiente para arrastrar a un león."
Las ciudades estados de Grecia y la República
Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban
la muerte violenta de los tiranos.
En la Edad Media, Juan de Salisbury en su Libro
de hombre de Estado, dice que cuando un príncipe
no gobierna con arreglo a derecho y degenera en
tirano, es lícita y está justificada su
deposición violenta. Recomienda que contra el
tirano se use el puñal aunque no el veneno.
Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologíca,
rechazó la doctrina del tiranicidio, pero
sostuvo, sin embargo, la tesis de que los
tiranos debían ser depuestos por el pueblo.
Martín Lutero proclamó que cuando un gobierno
degenera en tirano vulnerando las leyes, los
súbditos quedaban librados del deber de
obediencia. Su discípulo Felipe Melanchton
sostiene el derecho de resistencia cuando los
gobiernos se convierten en tirano. Calvino, el
pensador más notable de la Reforma desde el
punto de vista de las ideas políticas, postula
que el pueblo tiene derecho a tomar las armas
para oponerse a cualquier usurpación.
Nada menos que un jesuita español de la época de
Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege et
Regis Institutione, afirma que cuando el
gobernante usurpa el poder, o cuando, elegido,
rige la vida pública de manera tiránica, es
lícito el asesinato por un simple particular,
directamente, o valiéndose del engaño, con el
menor disturbio posible.
El escritor francés Francisco Hotman sostuvo que
entre gobernantes y súbditos existe el vínculo
de un contrato, y que el pueblo puede alzarse en
rebelión frente a la tiranía de los gobiernos
cuando éstos violan aquel pacto.
Por esa misma época aparece también un folleto
que fue muy leído, titulado Vindiciae Contra
Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus
Junius Brutus, donde se proclama abiertamente
que es legítima la resistencia a los gobiernos
cuando oprimen al pueblo y que era deber de los
magistrados honorables encabezar la lucha.
Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan
Poynet sostuvieron este mismo punto de vista, y
en el libro más importante de ese movimiento,
escrito por Jorge Buchnam, se dice que si el
gobierno logra el poder sin contar con el
consentimiento del pueblo o rige los destinos de
éste de una manera injusta y arbitraria, se
convierte en tirano y puede ser destituido o
privado de la vida en el último caso.
Juan Altusio, jurista alemán de principios del
siglo XVII, en su Tratado de política, dice que
la soberanía en cuanto autoridad suprema del
Estado nace del concurso voluntario de todos sus
miembros; que la autoridad suprema del Estado
nace del concurso voluntario del gobierno
arranca del pueblo y que su ejercicio injusto,
extralegal o tiránico exime al pueblo del deber
de obediencia y justifica la resistencia y la
rebelión.
Hasta aquí, señores magistrados, he mencionado
ejemplos de la Antigüedad, la Edad Media y de
los primeros tiempos de la Edad Moderna:
escritores de todas las ideas y todas las
creencias. Más, como veréis, este derecho está
en la raíz misma de nuestra existencia política,
gracias a él vosotros podéis vestir hoy esas
togas de magistrados cubanos que ojalá fueran
para la justicia.
Sabido es que en Inglaterra, en el siglo XVII,
fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo
II, por actos de despotismo. Estos hechos
coincidieron con el nacimiento de la filosofía
política liberal, esencia ideológica de una
nueva clase social que pugnaba entonces por
romper las cadenas del feudalismo. Frente a las
tiranías de derecho divino esa filosofía opuso
el principio del contrato social y el
consentimiento de los gobernados, y sirvió de
fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a
las revoluciones americana y francesa de 1775 y
1789. Estos grandes acontecimientos
revolucionarios abrieron el proceso de
liberación de las colonias españolas en América,
cuyo último eslabón fue Cuba. En esta filosofía
se alimentó nuestro pensamiento político y
constitucional que fue desarrollándose desde la
primera Constitución de Guáimaro hasta la del
1940, influida esta última ya por las corrientes
socialistas del mundo actual que consagraron en
ella el principio de la función social de la
propiedad y el derecho inalienable del hombre a
una existencia decorosa, cuya plena vigencia han
impedido los grandes intereses creados.
El derecho de insurrección contra la tiranía
recibió entonces su consagración definitiva y se
convirtió en postulado esencial de la libertad
política.
Ya en 1649 Juan Milton escribe que el poder
político reside en el pueblo, quien puede
nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de
separar a los tiranos.
Juan Locke en su Tratado de gobierno sostiene
que cuando se violan los derechos naturales del
hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de
suprimir o cambiar de gobierno. "El único
remedio contra la fuerza sin autoridad está en
oponerle la fuerza."
Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia
en su Contrato Social: "Mientras un pueblo se ve
forzado a obedecer y obedece, hace bien; tan
pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude,
hace mejor, recuperando su libertad por el mismo
derecho que se la han quitado." "El más fuerte
no es nunca suficientemente fuerte para ser
siempre el amo, si no transforma la fuerza en
derecho y la obediencia en deber. [...] La
fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad
pueda derivarse de sus efectos. Ceder a la
fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad;
todo lo más es un de prudencia. ¿En qué sentido
podrá ser esto un deber?" "Renunciar a la
libertad es renunciar a la calidad del hombre, a
los derechos de la Humanidad, incluso a sus
deberes. No hay recompensa posible para aquel
que renuncia a todo. Tal renuncia es
incomparable con la naturaleza del hombre, y
quitar toda la libertad a la voluntad es quitar
toda la moralidad a las acciones. En fin, es una
convicción vana y contradictoria estipular por
una parte con una autoridad absoluta y por otra
con una obediencia sin límites..."
Thomas Paine dijo que "un hombre justo es más
digno de respeto que un rufián coronado".
Sólo escritores reaccionarios se opusieron a
este derecho de los pueblos, como aquel clérigo
de Virginia, Jonathan Boucher, quien dijo que
"El derecho a la revolución era una doctrina
condenable derivada de Lucifer, el padre de las
rebeliones".
La Declaración de Independencia del Congreso de
Filadelfia el 4 de julio de 1776, consagró este
derecho en un hermoso párrafo que dice:
"Sostenemos como verdades evidentes que todos
los hombres nacen iguales; que a todos les
confiere su Creador ciertos derechos
inalienables entre los cuales se cuentan la
vida, la libertad y la consecución de la
felicidad; que para asegurar estos derechos se
instituyen entre los hombres gobiernos cuyos
justos poderes derivan del consentimiento de los
gobernados; que siempre que una forma de
gobierno tienda a destruir esos fines, al pueblo
tiene derecho a reformarla o abolirla, e
instituir un nuevo gobierno que se funde en
dichos principios y organice sus poderes en la
forma que a su juicio garantice mejor su
seguridad y felicidad."
La famosa Declaración Francesa de los Derechos
del Hombre legó a las generaciones venideras
este principio: "Cuando el gobierno viola los
derechos del pueblo, la insurrección es para
éste el más sagrado de los derechos y el más
imperioso de los deberes." "Cuando una persona
se apodera de la soberanía debe ser condenada a
muerte por los hombres libres."
Creo haber justificado suficientemente mi punto
de vista: son más razones que las que esgrimió
el señor fiscal para pedir que se me condene a
veintiséis años de cárcel; todas asisten a los
hombres que luchan por la libertad y la
felicidad de un pueblo; ninguna a los que lo
oprimen, envilecen y saquean despiadadamente;
por eso yo he tenido que exponer muchas y él no
pudo exponer una sola. ¿Cómo justificar la
presencia de Batista en el poder, al que llegó
contra la voluntad del pueblo y violando por la
traición y por la fuerza las leyes de la
Revolución? ¿Cómo llamar revolucionario un
gobierno donde se han conjugado los hombres, las
ideas y los métodos más retrógrados de la vida
pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida
la alta traición de un tribunal cuya misión era
defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho
enviar a la cárcel a ciudadanos que vinieron a
dar por el decoro de su patria su sangre y su
vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la
nación y los principios de la verdadera
justicia!
Pero hay una razón que nos asiste más poderosa
que todas las demás: somos cubanos, y ser cubano
implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es
traición. Vivimos orgullosos de la historia de
nuestra patria; la aprendimos en la escuela y
hemos crecido oyendo hablar de libertad, de
justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar
desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros
héroes y de nuestros mártires. Céspedes,
Agramonte, Maceo, Gómez y Martí fueron los
primeros nombres que se grabaron en nuestro
cerebro; se nos enseñó que el Titán había dicho
que la libertad no se mendiga, sino que se
conquista con el filo del machete; se nos enseñó
que para la educación de los ciudadanos en la
patria libre, escribió el Apóstol en su libro La
Edad de Oro: "Un hombre que se conforma con
obedecer a leyes injustas, y permite que pisen
el país en que nació los hombres que se lo
maltratan, no es un hombre honrado. [...] En el
mundo ha de haber cierta cantidad de decoro,
como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando
hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros
que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible
contra los que les roban a los pueblos su
libertad, que es robarles a los hombres su
decoro. En esos hombres van miles de hombres, va
un pueblo entero, va la dignidad humana..." Se
nos enseñó que el 10 de octubre y el 24 de
febrero son efemérides gloriosas y de regocijo
patrio porque marcan los días en que los cubanos
se rebelaron contra el yugo de la infame
tiranía; se nos enseñó a querer y defender la
hermosa bandera de la estrella solitaria y a
cantar todas las tardes un himno cuyos versos
dicen que vivir en cadenas vivir en afrenta y
oprobio sumidos, y que morir por la patria es
vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos
aunque hoy en nuestra patria se esté asesinando
y encarcelando a los hombres por practicar las
ideas que les enseñaron desde la cuna. Nacimos
en un país libre que nos legaron nuestros
padres, y primero se hundirá la Isla en el mar
antes que consintamos en ser esclavos de nadie.
Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de
su centenario, que su memoria se extinguiría
para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive,
no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es
digno, su pueblo su fiel a su recuerdo; hay
cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas,
hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron
a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su
vida para que él siga viviendo en el alma de la
patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras
dejado morir a tu Apóstol!
Termino mi defensa, no lo haré como hacen
siempre todos los letrados, pidiendo la libertad
del defendido; no puedo pedirla cuando mis
compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos
ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a
compartir su suerte, es inconcebible que los
hombres honrados estén muertos o presos en una
república donde está de presidente un criminal y
un ladrón.
A los señores magistrados, mi sincera gratitud
por haberme permitido expresarme libremente, sin
mezquinas coacciones; no os guardo rencor,
reconozco que en ciertos aspectos habéis sido
humanos y sé que el presidente de este tribunal,
hombre de limpia vida, no puede disimular su
repugnancia por el estado de cosas reinantes que
lo obliga a dictar un fallo injusto. Queda
todavía a la Audiencia un problema más grave;
ahí están las causas iniciadas por los setenta
asesinatos, es decir, la mayor masacre que hemos
conocido; los culpables siguen libres con un
arma en la mano que es amenaza perenne para la
vida de los ciudadanos; si no cae sobre ellos
todo el peso de la ley, por cobardía o porque se
lo impidan, y no renuncien en pleno todos los
magistrados, me apiado de vuestras honras y
compadezco la mancha sin precedentes que caerá
sobre el Poder Judicial.
En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como
no la ha sido nunca para nadie, preñada de
amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero
no la temo, como no temo la furia del tirano
miserable que arrancó la vida a setenta hermanos
míos. Condenadme, no importa, La historia me
absolverá.
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